2022 Winners
Faculty & Staff
2022 EDITION
First Prize Poetry in Spanish - Faculty & Staff
Votos
Author: Rafael Fernández Campos
Professor at IE Executive Education
Elijo tus ojos para ver el mundo
tus piernas para sostenernos
Elijo tu olor para ser mi casa
tus besos para despertarme
Elijo tus manos para darme de beber
tus dedos para peinar mi pelo
Elijo tu piel de ternura infinita
para alfarear mi alma polvorienta
Elijo tu corazón
acompasado al mío
para reconstruirme
Elijo tu boca para darme nombre
tus palabras para comprenderme
tu silencio para amordazarlo
Elijo tus trincheras para inundarlas
Tus murallas para derribarlas
Tus adarves para despuntarlos
tus empalizadas para apuntalarnos
Elijo tu pelo para cobijarme
tu sol para pintar mi sombra
Elijo tu presencia en la tormenta y
en ocasiones
elijo tu ausencia para regresarme
Y añorarte en mi refugio
Elijo empaparme en este meandro
regalado y eterno
Mi corazón está sereno y decidido
porque yo te elijo
Second Prize Poetry in Spanish - Faculty & Staff
No sé
Author: Sergio Rodríguez Jiménez
Support Staff at IE University
No sé qué voy a hacer cuando se rompa
la delicada gota de mi espera
en el suelo caliente de tu hoguera,
estallando al final, como una pompa.
No sé qué voy a hacer cuando corrompa
mi viento tu expresión de primavera,
cuando tuerza tu voz hasta que quiera
combarse el corazón como una trompa.
Irá mi indecisión a disculparse,
irá a buscar en el jardín del mundo
rosas que está prohibido imaginarse,
camelias que conocen lo profundo,
margaritas que saben que es amarse
más allá de un “te quiero” vagabundo.
Third Prize Poetry in Spanish - Faculty & Staff
De vita philosophica
Author: Román Gil
Professor at IE Law School
Sócrates era un moderado filósofo
Admirador de los grandes
Al crepúsculo
en primavera
subía al bosque de olivos de Atenas
y, resoplando, se sentaba
sobre una gran piedra de granito
que él llamaba La Piedra del Águila
encendía feliz un cigarrillo
y, envuelto en nubes de tabaco,
miraba y sentía con vibrante placer
el incendio solar de la Acrópolis
First Prize Short Story in Spanish - Faculty and Staff
Ophaesti
Author: Carlos Riquelme Jódar
Editorial Advisor at IE Editorial
En raras ocasiones la curiosidad se concibe como un arma de doble filo. Aquellos tocados por la gracia de una mente alada encontrarán mundos fastuosos en las rarezas del resto de mortales. Pero el traspié al vacío de un abismo perenne puede ser inevitable cuando la vehemencia del saber cubre los ojos de codicia.
Con el nacer de las primeras flores, todos debíamos ponernos en marcha; el invierno había terminado. Muy pronto el camino sería accesible para su llegada y no había tiempo que perder. Nuestros víveres estaban prácticamente extintos tras las nieves, al igual que nosotros. Yo pertenezco a una tierra muy cercana a mi espíritu, pero muy alejada del resto del mundo, o eso había oído. Desconocía que existiera algo más allá de las montañas que limitaban nuestra región, pues jamás ningún Sonaesti se había aventurado tras los límites de nuestra existencia; nunca nos había hecho falta. Tal y como me contaba mi padre en las noches eternas, descendíamos de una raza que había conseguido doblegar los riscos y los acantilados y erigido todo un majestuoso imperio sobre las nubes. Habíamos establecido nuestra estirpe tan alta en el escalafón, que nuestra existencia era tan solo una leyenda para los habitantes de otros mundos. Pero, tal y como solía decir mi padre, cuanto más grande es un dragón, menos consciente es de sus extremidades. Tal era el destello de nuestra grandeza que nos cegó de arrogancia, y no pudimos ver el mal que se gestaba en las extrañas de nuestra nación. Una rara enfermedad, que arrebataba a las mujeres el don de crear vida, se extendió tan lenta y sigilosamente como una ligera brisa que marchita toda flor a su paso. Cuando el monstruo decidió mostrar su rostro, la sombra que había cubierto nuestro mundo era ya imposible de eliminar. Con el paso de las estrellas, las ciudades comenzaron a caer en el silencio, hasta que la mayoría encontraron su tumba bajo las nieves. Ahora nuestro pequeño pueblo constituía el agonizante reducto de un mundo antiguo, y yo me había convertido en la última y única niña en nacer, el último eslabón de una línea de sangre que se remontaba a los albores del tiempo.
―¡Airys, date prisa en recoger esas flores o no llegaremos a tiempo!
―Sí, madre.
Tras la época de ventiscas, todos debíamos prepararnos para la llegada de los Unuarî, la «gente lejana». Mi padre aún recuerda la llegada del primer Unuari, con su extraño rostro y singular lengua. Al principio fue recibido con recelo, pues desconocíamos que existiera civilización alguna tras nuestras fronteras. Pero nuestra situación era tan crítica que su aparición podía significar la salvación de nuestra especie, una ayuda que necesitábamos desesperadamente. Por desgracia, nuestras esperanzas se esfumaron tan rápido como la época de los soles. A ese Unuari le siguió un grupo mayor, y a este último otro aún más abundante, hasta que la afluencia de Unuarî se convirtió en una rutina durante esta época, cuando las nieves se fundían y los caminos eran accesibles. Pero ninguno venía a postularse como nuestro salvador. Con el paso de los inviernos, nos percatamos de que tan solo acudían a disfrutar del espectáculo de nuestra propia extinción, y a contemplar las glorias y monumentos pasados que aún se resistían al poder corrosivo del tiempo. No sentíamos simpatía hacia ellos, pero su dinero se había convertido en un bien muy preciado. Por lo tanto, confeccionábamos todo tipo de objetos para venderlos frente al templo, donde una bestia de hojalata, con forma de dragón, transportaba a los Unuarî cada día. Siempre me maravillaba contemplar cómo el dragón trae consigo gente de rostros y colores tan variados. ¿Acaso había tantos mundos más allá de las montañas?
―¡Airys, es la hora!
―Ya voy, madre.
No había tiempo de pensar en preguntas banales, los Unuarî habían llegado.
Todos conocíamos a la perfección nuestro papel. Debíamos mostrarnos amables, y algo insistentes, si queríamos conseguir dinero para el próximo invierno. Yo me encargaba de recoger las flores rosas que se abrían paso entre la nieve para elaborar pulseras, collares, anillos o cualquier cosa que pudiera cambiar por dinero. Y si teníamos la suerte de que el dragón trajera en su vientre a una niña, yo debía correr en su busca y agarrarla de la mano para llevarla a ver nuestras creaciones. Eso podía suponer una venta segura. Incluso mi padre solía decir que la sonrisa de un Unuari podía darnos de comer durante todo un invierno, una lección que quedó grabada a fuego en mi mente.
Ese día todo transcurría según la tradición. El tren de Unuari desfilaba ante nosotros, dirigiendo sus miradas afligidas e indiferentes desde las alturas, hasta que, tras un segundo de apática normalidad, una gota calló sobre el manso lago, desatando el oleaje. De repente, una mujer Unuari se paró en seco frente a mí, y su rostro se tornó en estupor. Al mirar al suelo, pude ver una mancha que mancillaba la nieve bajo mis piernas. La imagen del color rojo sobre la nieve me produjo una sensación de pánico, cuya marca aún perdura en mi memoria. Supongo que, en el fondo, mi cuerpo presentía que aquella mancha significaba mi entrada a un mundo hostil, envuelto en cadenas.
Al llegar a casa, mis padres estaban henchidos de felicidad. Nunca había sentido a mi padre tan cercano a mí. Ya había asumido que era un hombre triste y taciturno, y que, para él, yo tan solo era una extraña, una descendiente más de una estirpe en decadencia. Pero esa noche vocifera y aullaba al cielo, mientras profesaba, sin ningún pudor, su amor hacía mí. Hasta entonces yo ignoraba que mi padre tuviera sentimientos, por lo que esa escena me sorprendió sobremanera. ¿Tanto poder reside en una gota de sangre? Mi conmoción solo desapareció cuando unos golpes sonaron al otro lado de la puerta. Rajiv, un chico mayor que yo, y al que profesaba gran cariño, había acudido en mi busca, alertado por los rumores del incidente.
―¿Cómo estás?
―Confusa ―confesé―. No entiendo qué está pasando.
―Te van a convertir en una Baisha.
He de confesar que ignoraba el significado de aquella palabra, y me sentí idiota e impotente ante mi falta de conocimiento. ¿No debía ser yo plenamente consciente de los pormenores de mi destino?
―Una Baisha es una deidad ―reveló Rajiv―. Al comienzo de los tiempos oscuros, solo las mujeres que probaban ser fértiles tenían el privilegio de transformarse en Baishâ. De ese modo, podrían dar vida a varias generaciones de Sonaestî, y salvarnos de la extinción. Lamentablemente, muy pocas lo conseguían. Pero mañana tú te convertirás en una.
Pude percibir claramente el tono pesaroso de su voz al pronunciar esa última frase.
―Si es un privilegio, ¿por qué estás triste?
―Porque esperaba que, algún día, te convirtieras en mi esposa.
Sentí como si un fuerte vendaval golpeara mi espíritu, separándolo de mi cuerpo. ¿Cómo era posible que mi vida, la cual se encontraba atrapada en un invierno inmortal, diera a luz tantos caminos por recorrer? Aunque, en el fondo de mi alma, presentía que los senderos que ahora se abrían ante mí, conducían al mismo precipicio. Sin embargo, puede que hubiera otro camino, oculto bajo la pesada carga de los milenios.
―¿Puedo preguntarte algo, Rajiv?
―Claro.
―¿Alguna vez te has preguntado qué habrá tras las montañas?
Ambos miramos hacía el Okriskae, «el Lago de Cristal», que se extendía ante nosotros bajo las montañas, reflejando en su delicada superficie el manto estelar. En muchas ocasiones, había fingido ser un viajero nocturno en sus aguas, volando entre las olas.
―Por supuesto que no ―contestó Rajiv, haciendo evidente su ofensa ante tal pregunta―. ¿Por qué iba a pensar en el mundo de los Unuarî?
―Y ¿por qué no?
Rajiv bajó la mirada y volvió sus ojos hacia su interior en busca de una respuesta. Al encontrarse ante el gran vacío de su mente, prefirió permanecer callado.
―Yo a veces me imagino a mí misma cruzando las montañas. Pero, por alguna razón, soy incapaz de imaginar lo que hay más allá. Es como si me encontrase frente a una puerta y, al abrirla, descubriera que al otro lado solo me espera un páramo blanco. Aunque, en ocasiones he escuchado a los Unuarî contar historias sobre mundos en los que la nieve es amarilla, y los lagos son tan inmensos que se unen al cielo. Cuesta creer que exista algo parecido, ¿verdad?
―Porque solo son historias para las noches eternas, Airys. El mundo no puede ser tan grande.
―Pero ¿y si lo fuera? ¿Y si hubiera tantos mundos ahí fuera como estrellas tiene el firmamento? ¿Y si todos compartiesen el mismo cielo?
En ese momento, Rajiv soltó una risita mal fingida.
―Me recuerdas al Ophaesti ―confesó este.
Al escuchar ese nombre, todo mi cuerpo dio un respingo, al mismo tiempo que su eco retumbaba en mi mente. El Ophaesti, el «Dragón del Mundo», era uno de los ídolos más sagrados de nuestra cultura. Según la historia antigua, el Ophaesti era la bestia que surcaba los cielos en un vuelo constante. Maldito por su propia curiosidad, había abandonado el hogar sagrado de los dioses para emprender un vuelo hacia lo desconocido. El resto de deidades, ante aquella insolencia, lo condenaron a un viaje eterno, sin posibilidad de retorno. Jamás podría ser bendecido por el calor de la fragua y la gracia del hogar. Pero era un dios de atributos y reciedumbre masculina. Únicamente los hombres podían ser bendecidos con el honor de su comparativa. Conceder a una mujer su divinidad significaba romper una de nuestras reglas más sagradas, un acto, simplemente, impensable.
―No deberías decir esas cosas.
―Puede, pero ya no importa ―protestó Rajiv. Por el tono que empleó parecía estar molesto―. Tú mañana serás una Baisha, y toda ensoñación te estará prohibida…al igual que yo.
Al parecer, mi libertad sería enclaustrada en una oscuridad agónica en pocas horas, quién sabe por cuánto tiempo; quizá por siempre. En ese momento sentí que, mientras pudiera agarrar esa libertad con pulso firme, debía hacer buen uso de ella. Comencé a escarbar en la nieve, buscando cualquier objeto afilado que me brindase la tierra. Mis manos dieron con una piedra afilada, cuya arista apreté contra uno de mis dedos. A continuación, repetí la misma acción con Rajiv, quien me concedió su mano sin oponer resistencia. En ese instante, ambos unimos los dos manantiales de sangre que brotaban de nuestros dedos en un acto que se convertiría en una promesa incorruptible. Fue entonces cuando encontré respuesta a una de las tantas incógnitas que surgieron ese día: en la sangre residía un poder colosal.
A la mañana siguiente, cuando el sol apenas rozaba las montañas, mi madre me arrastró fuera de mi fantasía, y me condujo, como a una muñeca de trapo, ante el espejo de mi cuarto. Frente a mi reflejo, vi aparecer tras de mí a todas las mujeres de la aldea, portando luces brillantes en sus manos. Entre todas, me vistieron de oro y joyas, los últimos retazos de nuestra cultura, la herencia de nuestra civilización que ahora portaba la única esperanza de vida. Sin embargo, el peso de la tradición arcaica irritaba mi cuello y escocía mis muñecas. Al contemplar la imagen que devolvía el espejo, no pude evitar pensar: «Bonitos grilletes de oro». Tras acabar la tarea, mi madre instó a las demás mujeres a otorgarle la intimidad maternal que necesitaba. En ese momento, se arrodilló ante mí, tomó mis manos entre las suyas, y al mirarla, comprobé que sus ojos rebosaban verdad.
―Estás muy guapa, hija mía ―expresó conteniendo la emoción en su garganta.
―Gracias, madre.
―Escúchame, Airys. ―Apretaba tan fuerte mis manos, que pensé que en cualquier momento oiría mis huesos crujir―. Cuando el sol se encuentre en su cenit, tu padre te llevará al templo de la última Baisha. Ella comprobará tu pureza en tus manos, y te convertirás en nuestra última esperanza. ―Auténticos brillantes comenzaron a recorrer su rostro―. Estoy muy orgullosa de ti.
De repente, sentí mi piel erizarse ante el frío de aquellas palabras. Si la Baisha veía la cicatriz de mi dedo, quizá se percatará del acto de amor prohibido que había cometido la noche anterior, y podría declararme como una mujer impura, indigna del privilegio de convertirme en su sucesora. Sin embargo, no podía evitar preguntarme cuál era realmente el privilegio, y cuál el castigo.
En el templo de la Baisha, hogar de la última madre Sonaesti, me encontré avanzando en la penumbra de una estancia oscura. Las tinieblas solo se rindieron ante el fuego de las urnas que limitaban los muros. El humo que envolvía los recipientes escondía los dibujos ornamentados de su superficie. ¿Cuántas historias habría allí esbozadas? Al mirar al frente, apareció ante mis ojos un trono cuyo final se perdía en el inconmensurable cielo del templo. Comencé a escalar, al mismo tiempo que mi corazón aceleraba el pulso. ¿Qué destino me aguadaría en su cenit? ¿Una maldición cubierta de joyas, o un empujón al vacío? En la cima, una mujer castigada por la edad, cubierta por una larga y abundante cabellera gris, esperaba pacientemente. Al acercarme, extendí mis manos ante mi juez ―o mí verdugo―, y la Baisha despertó de su letargo para examinarme con los ojos de la sabiduría. En los surcos de su rostro, pude ver reflejada una larga vida, y en sus cadenas, una corta historia. Cuando acarició la cicatriz de mi dedo, me miró fijamente y, a continuación, cubrió mis manos con el ungüento sagrado, ocultando así la razón de mi indecencia. De repente, un susurro inaudible brotó de sus labios. Había superado la prueba.
Mientras flotaba en las aguas del universo, arribaban a mi mente preguntas aullantes. ¿Era este el final de mi camino? ¿Debía ceder al tedioso frío de las cadenas, y sacrificar mi libertad, a cambio de la felicidad ajena? Veía las estrellas viajar por el espacio, con rumbo infinito, visitando lugares inhóspitos. ¿Estaría ahí mi destino, o debía abandonar mi cuerpo y seguir cayendo en el vacío? Tras el furioso oleaje, las mareas calmaron su lamento, y las aguas invocaron un susurro desde las profundidades. Y entonces lo vi surcar los cielos en su viaje eterno. Ahora conocía la respuesta: mi destino residía en el viaje del Ophaesti.
De repente, mis lágrimas se unieron al Okriskae, y en sus aguas se comenzó a fraguar el humo blanco. Impulsada por el calor que exhalaba mi espíritu, lancé mi cuerpo hacía la carrera, fundiendo la nieve bajo mis pies. Mientras los habitantes del pueblo festejaban un futuro amañado, entré en mi habitación para recolectar los recuerdos que me acompañarían en mi viaje de huida. En ese instante, me percaté de que todo lo que me rodeaba emanaba una naturaleza extraña. Había traspasado las fronteras de mi propio ser, y ahora todo me era ajeno. No obstante, mis ojos repararon en las joyas que aún descansaban sobre la mesilla de una niña perdida tiempo ha. Ante mí se extendía mi herencia, los retazos de una civilización perdida, y mi seguro de vida allá donde fuese. Cogí una pequeña bolsa de tela, y derramé las lágrimas brillantes en su interior. Justo cuando me disponía a abandonar aquel mundo para siempre, algo agarró mi brazo con fuerza.
―¿A dónde crees que vas?
Mi padre se aferró a mi cuerpo como un ave a su presa, hasta que sus ojos se cubrieron de una espesa niebla, y cayó al suelo, tras un quejido que se hundió en su interior. Tras él apareció Rajiv, portando un gran mazo en posición de ataque.
―¿Qué estás haciendo? ―me preguntó, acercándose a mí, al mismo tiempo que esquivaba el cuerpo inerte del ave de carroña.
―Me marcho, Rajiv. Voy a dar luz a mi propio destino.
Lanzó una mirada a mis manos, y pudo atisbar el destello de mi tesoro a través de la tela.
―Si te marchas con las joyas, les robarás su pasado y su futuro, y solo dejarás odio y rabia en sus almas. ―Notaba cómo intentaba engullir su emoción a cada palabra―. Serás una proscrita, y no descansarán hasta darte caza.
―Lo sé.
De repente, el ave comenzó a recuperarse de su sueño impuesto.
―Huye, y pase lo que pase, no mires atrás.
Mis pasos se volvieron tan veloces como la más brutal de las ventiscas, al tiempo que sentía la percusión de mis pies contra el suelo. Ya podía divisar el templo donde el dragón esperaba a los Unuari, cuando una explosión de fuego iluminó mi espalda desde la lejanía. Intenté silenciar las voces que se aglomeraban en mi mente, suplicando a mi cuerpo realizar un movimiento prohibido, hasta que me encontré frente a frente con la bestia, y todas enmudecieron al unísono. Mi cuerpo se quedó paralizado al contemplar el tamaño del dragón. Era tan inmenso que parecía albergar universos sempiternos en la oquedad de sus ojos. Cuando pude recuperar el control de mi cuerpo, me desplacé a un lado del milenario animal, acaricié su lomo, y encontré un recoveco por el que me introduje en sus entrañas. Mientras avanzaba entre el olor a azufre y hollín, sentía cómo mi llanto se unía al sonido de mi carcajada en una oda a la libertad. Una vez encontrado un nido en el que refugiarme, sintiendo el calor de su corazón en mi espalda, y bajo el abrazo de su largo cordón umbilical, aguardaría la puesta en marcha de la gestación, mientras soñaba con mi concepción en un mundo de nieve amarilla y lagos que acarician el cielo.
Second Prize Short Story in Spanish - Faculty and Staff
El sonido de la nada ¿Realmente queremos esto?
Author: Blanca Calvo Fernández
Assistant at IE Law School Executive Education
Maya parpadeó; sintió una pesada carga sobre sus hombros, y un gemido de dolor escapó de su boca sin ser consciente si quiera de haberlo proferido.
Sentía pesadez hasta en las pestañas, como si una gruesa capa de polvo cubriese sus ojos. Casi de forma inconsciente, apoyó una mano sobre el suelo, y el tacto percibido fue, cuanto menos, desagradable.
-¿Qué es esto? -preguntó con voz entrecortada.
Muy en el fondo de su ser, era plenamente consciente de que nadie iba a responderle. Dobló su rodilla izquierda intentando levantarse, y el dolor que sintió sobrepasaba los límites humanos.
Maya miró hacia abajo, totalmente horrorizada: su pantalón estaba sucio, rasgado, ajado, y lo peor de todo: de su rodilla izquierda brotaba sangre sin cesar, pero no era esta la única zona herida. Se observó las manos, los brazos, los pies prácticamente descalzos: apenas había una sola parte de su cuerpo que no estuviese gravemente herida o magullada.
-¿Pero qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Qué es esto?- chilló.
Su angustia iba en aumento, sentía cómo su corazón se aceleraba y le inundaba una ansiedad implacable. Realmente, Maya no entendía qué había pasado, ¿Por qué estaba herida? ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?
Entornó los ojos: la atmósfera estaba cubierta de una neblina perturbadora; el ambiente era denso, cargado, tétrico. No había total oscuridad, sino que la luz que atravesaba las nubes de polvo era grisácea y compacta, generando una sensación todavía más terrorífica. Algo crujió sobre sus pies, y Maya profirió un grito, aterrada: eran escombros, de un material parecido a la madera. Aún más terrorífico para ella fue ver lo que asomaba de entre aquellos escombros: dos dedos humanos, casi carbonizados. Su primera reacción fue mirarse sus propias manos; al ver que mantenía intactos sus diez dedos, sintió una oleada de alivio que, desgraciadamente, no duró mucho. Su segunda reacción, fue comenzar a buscar entre los escombros al dueño que había perdido parte de su cuerpo.
-¡Hola! ¿Hola? ¿Hay alguien aquí? ¿Hola? -chilló.
Dio una patada a varias vigas de madera e intentó echar a correr, pero el dolor en su rodilla izquierda apenas le permitía moverse.
-¿Hay alguien? ¿Qué ha pasado?
La única respuesta que obtuvo fue el silencio.
En aquel momento, una fuerte explosión procedente de un lugar no muy lejano, resonó por todas partes, iluminando momentáneamente la atmósfera plomiza y derribando a Maya con la onda expansiva; cayó de espaldas contra los escombros y sintió cómo un zumbido se apoderaba de su cuerpo mientras era incapaz de escuchar nada más a su alrededor. Casi dos minutos después, el zumbido comenzó a volverse menos intenso, y Maya intentó incorporarse. En aquella ocasión, vio cómo algo se movía bajo los escombros justo delante de sus ojos: el pánico y el susto dieron lugar a un sentimiento inevitable de solidaridad y corrió en ayuda de lo que parecía ser una persona atrapada entre los escombros.
-¡Aquí! ¡Aquí! -le gritó mientras intentaba apartar todo tipo de materia.
-Me… ahogo, ayuda -pidió la persona que intentaba salir.
Maya agarró del brazo a la persona en cuestión, y tiró todo lo fuerte que le fue posible: nada. Volvió a intentarlo, pero el resultado fue el mismo. Cada vez se sentía más angustiada, y cada vez era menos la fuerza que podía ejercer para intentar auxiliar a aquella persona. Dicen que en momentos de necesidad, somos capaces de cargar más del doble de nuestro peso y, de hecho, eso fue exactamente lo que sucedió. Con un último esfuerzo, Maya consiguió tirar de la persona atrapada que quedó tendida delante de ella: era una persona mayor, probablemente rondando los ochenta años, quien también estaba llena de heridas y magulladuras.
-¿Está… bien? -preguntó Maya, dándose cuenta al instante de lo absurdo de su pregunta, dada la situación.
-Me… ahogo -repitió la mujer.
-Le puedo traer… -Maya calló al instante. No, claro que no podía. ¿Cómo iba a darle agua? ¿De dónde pensaba sacarla?
-Aire…
Maya negó instintivamente con la cabeza, pero, de repente, no pudo controlar las palabras que empezaron a salir de su boca:
-¿Sabe qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué está todo así?- la mujer era incapaz de contestar en aquel momento a la avalancha de preguntas- ¿Le faltan dos dedos? -exclamó Maya.
La mujer frunció el entrecejo, visiblemente molesta ante aquella última pregunta.
-¡Pues claro que no! -gruñó, y acto seguido emitió un bufido, acompañado de un gesto con su dedo corazón nada educado por su parte.
Maya se quedó estupefacta y fue incapaz de ocultar su sorpresa.
“¿Pero por qué se molesta tanto?” -pensó para sí misma- “y eso… ¿me acaba de…?”
Aún seguía sin poder dar crédito cuando la mujer comenzó a resolverle algunas de las incógnitas.
-¿Cómo que qué ha pasado? No eres muy avispada, eso está claro. ¡Nos han bombardeado, chiquilla!
Las cejas de Maya formaron una V invertida prácticamente perfecta.
-¿Que nos han qué?
La mujer resopló, hastiada ante las repetidas preguntas de la que acababa de salvarle la vida.
-Bombardeado, tirado bombas… en fin, no sé, ¡mira a tu alrededor!
-Pero… ¿por qué?
-¡Oye y yo qué se! Yo estaba en mi casa -replicó.
-Ya… bueno, yo también, creo -por primera vez desde que despertó en aquel lugar devastado, Maya reparó en que ella tenía una familia- ¡Mis padres! ¡Mi hermana!
-Hija yo también tenía familia, sabes, y no estoy aquí, quejándome tanto.
Maya miró a la mujer, entre desconcertada y molesta. No comprendía absolutamente nada, ni tampoco por qué se enfadaba con ella.
-¿Por qué se enfada conmigo? Lo que ha pasado no es culpa mía.
Por primera vez desde que la había sacado de entre los escombros, la mujer miró a los ojos directamente a Maya: eran unos ojos profundos, oscuros, lejanos, pero que, a pesar del enfado, se mostraban incapaces de ocultar aquella tristeza infinita. Maya sintió un escalofrío y, de forma nada habitual, sintió culpa.
-La culpa nunca es vuestra -se limitó a responder la mujer.
Maya abrió la boca para responder, pero se vio paralizada.
-Entonces… ¿no sabe por qué nos han hecho esto? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Y las casas?
-No hay nada, chiquilla. No queda nada.
-Pero… ¿por qué?
La mujer se encogió de hombros.
-Pero, ¡tiene que saberlo! ¡Alguien tiene que saberlo! ¡Es imposible arrasar una población entera, con tanta gente, y que nadie sepa nada!
-Bueno, no es la primera vez que algo así sucede -replicó.
-¡Aquí nunca había pasado nada similar! ¡En este país esas cosas no pasan! ¡Aquí no! -chilló Maya, descontrolada.
La mujer le dedicó una sonrisa irónica y, a continuación, contestó lacónicamente:
-Creo que tú sola te has contestado.
Maya se dio cuenta de lo que acababa de decir. La mujer tenía razón, aquello no era la primera vez que pasaba, pero sí era la primera vez que le sucedía a ella.
-¿Cómo puede estar tan tranquila?
La mujer le enseñó las palmas de las manos: estaban repletas de heridas, de marcas, de cicatrices.
-Porque cuando no conoces otra realidad, más que la realidad de la guerra, simplemente no puedes perder nada más.
Aquello le dolió más que las heridas, más que la caída y más que su rodilla juntas. Desgraciadamente, aquella mujer tenía razón.
-Y… ¿qué debemos hacer ahora? -le preguntó Maya.
La mujer volvió a encogerse de hombros.
-Tampoco puedo contestarte a eso.
-¿Qué ha hecho usted en otras ocasiones, cuando ha vivido esto?
-Seguir adelante -replicó.
-Sin… ¿nada? -Maya simplemente no podía comprenderlo.
-Sin nada -repitió el gesto.
“¿Pero cómo voy a seguir sin nada? ¿Sin mi familia? ¿Sin ropa nueva? ¿Sin amigos? Sin… ¿sin estudios?”- pensó Maya.
-Chiquilla, deja de lamentarte -espetó la mujer, como si fuese capaz de leer sus pensamientos- al menos estás viva, es mucho más de lo que pueden decir otros.
-Pero… la ayuda llegará pronto, ¿verdad? Mire cómo tengo la pierna, no puedo estar así.
La mujer se carcajeó.
-Bueno, siempre hay alternativas -se limitó a decir.
-¿Cómo se llama?
La mujer arqueó las cejas.
-¿Cómo dices?
Maya carraspeó.
-Sí, que como se llama, Usted. Su nombre.
Todavía sorprendida, respondió:
-Eso nunca os ha importado.
-Bueno, le estoy preguntando.
-Leyla.
-¡Qué bonito!- dijo Maya- ¡oiga! ¿Dónde va? ¡Oiga! -gritó al ver que Leyla se daba la vuelta y se marchaba- ¡Oiga! ¡Espere! ¡Espere!
La figura de la mujer se fue perdiendo entre una polvareda cada vez más densa. Maya comenzó a toser mientras sentía que los ojos le ardían y, por más que intentaba gritar, ningún sonido brotaba de su garganta.
-¡Oye!
Maya abrió los ojos sobresaltada; tenía las pulsaciones a más de 190.
-¡Daniel! ¡Daniel! ¿Qué haces aquí? -se abalanzó sobre su hermano.
Daniel levantó los brazos y retrocedió con el ceño fruncido.
-¡Oye! ¿Se puede saber qué te pasa?
Maya arqueó las cejas.
-Cada día estás más rara -espetó él, algo molesto.
Daniel se dio la vuelta y se marchó de la habitación de su hermana dando un portazo: una habitación donde, y esto era perceptible a simple vista, no faltaba absolutamente de nada. Sin entender lo más mínimo aún de lo que había pasado, se dirigió a la cocina. Allí, la televisión encendida y a todo volumen, anunciaba a primera hora de la mañana que- en un lugar del mundo, pueden imaginarse ustedes el que quieran- habían fallecido cerca de 200 personas a causa de una guerra.
-Deberías sentirte más afortunada y quejarte menos -comentó su madre, mirándola de soslayo.
Pero Maya no estaba escuchando. Sus ojos estaban fijos en el titular de una de las noticias: “La anciana Leyla H., única superviviente del ataque aéreo a la ciudad, fue encontrada entre escombros y restos humanos”.
Honestamente, aún tenemos mucho que mejorar como seres humanos.
Third Prize Short Story in Spanish - Faculty and Staff
Huanusco
Author: Luis Vivanco
Professor at IE University
Las lluvias habían llegado temprano ese año a Huanusco. Por dos semanas el sol no se había mostrado y el agua había caído casi sin cesar, en pequeñas gotas que apenas se sentían y en grandes tormentas de truenos que más de una vez habían durado hasta la madrugada. Los cantos retadores de los gallos habían acabado por apagarse, derrotados, tras las primeras dos noches. La tierra de los cerros, acostumbrada a ver el valle desde lo alto, había descendido en grandes riadas para convertirse en parte de él. Las casas de adobe sintieron que era su último día de existencia y para algunas lo había sido. Fue la última vez que estuvo en Huanusco. Las grandes rocas rojas de las laderas deben de haber pensado que las habían trasladado a un tiempo en que el verde del pasto y las flores silvestres las acariciaban, en épocas que ya empezaban a olvidar.
La tumba en la que yacerían dos amigos se cavó en una ladera reblandecida por el agua. El desierto floreado lucía esplendoroso.
No, no volvería nunca a Huanusco.
- ¡Válgame Dios con esta lluvia! A ver si no se atasca León en el camino.
Lucila regresó la vista a la olla y sacó la cuchara de madera sobre la que sopló antes de mojar los labios con el líquido bermellón viscoso que la cubría.
- ¿Cómo está quedando el asado - preguntó Socorro sin dejar de amasar.
- Creo que todavía necesita un ratito más en el fuego.
Socorro se levantó, se acercó a la estufa y repitió el proceso que Lucila había seguido segundos antes.
- Para mí que está bien - dijo.
- Pues así lo dejo, entonces- dijo Lucila apagando el fuego. Se frotó las manos en el delantal de cuadros blancos y azules y se movió hacia la ventana en donde Socorro estaba inmersa en hacer testales. - ¿Cómo vas con las tortillas?
Socorro asintió en dirección a una canasta que descansaba en una silla de latón a su lado.
- Ha de haber como diez o doce kilos. Todavía faltan otros tantos, yo creo.
- Deja te ayudo y acabamos antes.
- ¿Por qué mejor no quitas el asado y ponemos un comal grande?
- ¿Supiste de la vaca de Nicanor? - dijo Lucila al tiempo que arrojaba un trozo de tortilla al cachorro amarillento que no dejaba de brincar a sus piernas.
- ¿La que se perdió?
- Nomás que no estaba perdida. Salió que se la había robado Ismael. Nomás para hacerle la maldad. Esos tienen ya años con mala sangre entre ellos. Pues resulta que Ismael la mató y se fue a San Nicolás a vender la carne, con la mala suerte, bueno mala para él, de que el mismo Nicanor estaba ese día en el mercado y sabía que Ismael no tenía vacas. ¡Ese tarugo no sabría ni diferenciar a una vaca de un toro! Digo yo. “¿Dónde mercaste esa carne?” le preguntó a Ismael, “Es mía, de un buey de mi propiedad”. Viendo clara su mala mentira, Nicanor se fue corriendo derechito a la comisaría y regresó con dos policías, uno de ellos el jefe local de San Nicolás. Ismael negó que fuera la vaca de Nicanor. Para no hacer el cuento largo, hace dos semanas que te fuiste a visitar a Apolinar a Zacatecas, se apersonaron los mismos dos policías y Gabriel, el hijo de Juan Velázquez, aseguró haber visto a Ismael caminando la vaca hacia su casa el mismo día que desapareció.”
- “¿Y qué hizo la policía? ¿A poco se llevaron a Ismael? - Socorro estaba ya poniendo tortillas crudas sobre el comal.
- ¡Aaay, Socorro! ¿Cómo vas a creer? - soltó una carcajada Lucila. - ¿Desde cuándo la policía hace por cumplir la ley? No, con las pruebas que tenían le dijeron a Ismael que, o les pasaba el dinero que había ganado con la venta de la carne o, entonces sí, lo metían a chirriona.
- Pues al menos le quitaron el beneficio al muy desgraciado. ¿Y Nicanor?
- Pues jodido, ¿cómo va a estar? El otro sigue igual que antes, pero nomás él se quedó sin vaca.
- Y ¿apoco ahí quedó?
- Por lo pronto. Pero no creo que se quede ahí. Los hombres del pueblo están viendo cuando se juntan para platicarlo. Yo creo que van a decir que Ismael le tiene que reponer la vaca a Nicanor, o pagársela de alguna forma, pero como no sea con su casa, no sé de dónde va a sacar el dinero. Quién le manda.
Los golpes sobre la puerta principal interrumpieron la conversación.
- Voy a ver quién es. Es muy temprano todavía para que sea León - dijo Lucila frotándose las manos en el delantal.
- Igual es Apolinar, que le dije que aquí me buscara cuando llegara a Huanusco.
- No estoy segura, a la mejor ya tarde. La comida es mañana - respondió mientras se dirigían a la cocina.
- Buenas tardes, mamá.
- Buenas tardes, hijo - respondió Socorro sin apenas levantar la vista del comal y dándole la vuelta a las tortillas. - ¿Ya comiste?
Apolinar miró a Lucila y después a una silla. Lucila esbozó una sonrisa y asintió. Apolinar jaló la silla y se sentó. Su madre ya había sacado tres huevos de la cesta y los puso sobra la estufa al lado de la sartén en la que arrojó una cucharada de manteca. El piso de cerámica no era el que el recordaba de chamaco cuando había pasado tantas horas viendo a las dos mujeres cocinar. Cuando era niño era de tierra y la estufa era de queroseno. León y él se sentaban en la mesa, que también era otra, a jugar a la lotería, a releer cuentos de Kalimán o simplemente a escuchar a sus madres poniéndose al tanto de todos los chismes que corrían por el pueblo. A veces Miguel estaba también. Su mamá ya se había muerto en el choque por la noche en la carretera y su papá ya se había convertido en el hombre arisco que todos conocían. Para Apolinar, la sensación de estar ahí ahora se acercaba mucho a la que tenía entonces. Su madre puso el plato con huevos y un trapo con tortillas frente a él. Apolinar asintió en dirección a su madre y cogió una tortilla que cortó en cuatro. Con un trozo en cada mano empujó comida con uno dentro de la otra y se lo llevó a la boca.
- ¿Y ese chucho? - dijo Apolinar. El cachorro se había acercado a olerlo y movía la cola.
- Ah, me lo regalaron después de que matáramos al otro.
- ¿Lo mataron? ¿Le dio rabia o qué?
- Así mesmo. El pobre animal sufría mucho y, para colmo, podía darle el mal a cualquiera que acabara mordiendo. Mejor sacarlo de su miseria, aunque me diera tristeza.
- ¿Cómo te fue en la carretera? - preguntó Socorro.
- Muchas pickups del otro lado - respondió sin dejar de comer.
- Te digo que parece Navidad con tanto bracero - dijo Lucila.
- No tantos. Pero si muchos - dijo Apolinar.
Zacatecas siempre había sido una tierra en la que la gente tenía que partir para Estados Unidos a buscar fortuna, al otro lado, como era costumbre decir. En Huanusco había tres tipos de hombres, decían solo en parte en broma, los que ya se habían ido, los que lo habían intentado y los que estaban planeando en irse. Desde allá enviaban dinero como el que había servido para poner el suelo de losa sobre el que ahora estaba. Si años después habían logrado regularizar su situación, los que se habían ido hacían peregrinaciones anuales en grandes camionetas pickup de doble cabina que habían comprado usadas pero que mostraban un poder económico que sus pares que se habían quedado solo podían soñar y envidiar.
- Uno de esos será mi León - dijo Lucila.
- ¿Hace cuanto que se fue ya? Han de ser como cinco años ¿no? - dijo Apolinar.
Al abrir la puerta, Apolinar estaba escurriendo de agua sobre su chamarra de felpa a cuadros.
- Métete antes de que te vaya a dar un catarro. Aquí está tu mamá ayudándome con los preparativos para la fiesta de León.
- Gracias, Lucila, Gracias. Ahí disculpe que le moje la entrada - dijo al quitarse el sombrero y estirar la mano para sacudirlo afuera. - ¿Llega hoy? - el cachorro lo miraba desde atrás de las piernas de Lucila.
- ¡Ya quisiera! Van para siete. Y por fin puede venir - dijo Lucila. - A ti ¿Cómo te va en Zacatecas? ¿qué sigues, trabajando en las obras?
- No, hace como un año que me contrataron de guardia en una empresa de esas de seguridad. Casi siempre estaba en el mismo edificio de oficinas, pero a veces me mandaban en el turno de noche a una bodega y eso sí daba miedo. Cualquier noche podían entrar a robar. Pero era casi siempre de día y no me estoy fregando la espalda poniendo ladrillos. Y hace dos meses, ¿Serán tres?, casi tres ya, me contrataron de conserje en un edificio de oficinas.
- ¿Oíste lo del papá de Miguel?
- No, mamá ¿qué le pasó?
- Me estaba contando Lucila que le robó una vaca a Nicanor. Esos nunca van a dejar de estar con sus broncas babosas. ¿Vas a ver a Miguel?
- Estaba pensando en ir después de venir a verla a usted.
- Pos a ver qué te cuenta.
Huanusco había cambiado desde que Apolinar era niño. Las calles le seguían recordando su infancia, así como lo hacía la cocina de Lucila. El hormiguero atrás de la casa de los Zúñiga, donde solía detenerse a ver las hormigas rojas, ya no estaba, solo el terreno vacío. Siguió caminando hacia casa de Miguel. A su derecha, justo hasta donde empezaba la colina, estaba aún el campo de beisbol, aunque la lluvia había borrado las líneas. Pero la mayoría de las casas de adobe habían dado lugar a construcciones de bloques de concreto sin forma, un cuarto construido encima del otro años después del primero, conforme habían llegado las remesas ganadas en sitios de construcción o cosechas gringas. Una extensión puramente funcional que surgía como protuberancia y sin pintar, al lado de una edificación más grande. La casa misma de los Zúñiga ahora lucía un pórtico de cantera que sobresalía por al menos medio metro la altura del resto del edificio. Aparte de sus recuerdos, lo único que se mantenía igual eran las calles sin pavimentar que con la lluvia se había convertido la tierra apisonada en arroyos de agua que Apolinar tenía que ir sorteando y saltando.
La casa de Miguel y Fina tenía aún una parte de adobe en la que se encontraba la cocina. La zona abierta que contenía la mesa para comer y la televisión frente a una cama era ya de bloque. La parte exterior estaba pintada, pero por dentro las paredes se mantenían en obra negra. Apolinar dio un par de golpes sobre la puerta metálica, el segundo más suave que el segundo al darse cuenta del fuerte ruido que causaban. Fue Fina la que la abrió.
- ¡Órale, pos si es Apo! ¿Cómo estás Apo? Pásale - dijo sonriendo. - ¡Miguel! Aquí está Apo.
Apolinar ingresó en la casa. Miguel, rascándose el pelo que todavía tenía las marcas del sombrero, se acercaba hacia él.
- ¿Quiubo? - dijo sonriendo.
- ¿Quiubo? - respondió Apolinar.
- ¿Cuándo llegaste?
- Hace rato.
- Tenemos Coca ¿quieres una? - preguntó Fina.
Además de una botella de tequila barato, Apolinar había llevado consigo arroz, frijoles y carne que había comprado antes de dejar Zacatecas. Fina aceptó los tres sin más que un gracias reprimido y se dispuso a cocinar. Los dos hombres se mantuvieron en la mesa.
- Me contaron lo de tu apá - dijo tras un rato Apolinar. - ¿Todo bien?
- Hay cosas que no se valen, Apo. En serio. Lo que hizo mi jefe, está bien que no estuvo bien. No hay que robar nada, ni una vaca ni nada. Pero en serio que el pinche Nicanor ya se la debía desde hace muchos años-. Apolinar entendió que se refería a que años antes Nicanor había pretendido a la madre de Miguel de manera sexual. Había quién en el pueblo decía que había tenido respuesta, aunque Miguel, como su madre, siempre lo había negado. Daba lo mismo, la reputación de Aurelia, la madre, había quedado mancillada y todavía había quien le volteaba la cara al pasar. - De veras - continuó Miguel - ¿Qué jode más? ¿Que te chinguen una vaca o que se chinguen a tu vieja? ¡No se vale, de verdad! ¿Pos cómo? Así no. A mí al que se atreva a mirar siquiera en dirección de Fina me lo chingo ahí mismo.
- ¿Qué están hablando de mí? - dijo Fina que entraba en ese momento con dos platos de arroz y frijoles con un gran bistec en cada uno. - Ahorita les traigo salsa y tortillas – dijo-
- ¿No nos acompañas? Traje cuatro bistecs para que hubiera uno para cada uno ¿Dónde está mi ahijado?
- Se va a dormir con su tata para que no se quede solo. Yo voy agarro mi plato y me vengo a acompañarlos.
El cuarto estaba oscuro, Apolinar dudó si se debía a la poca luz que dejaban pasar las nubes negras llenas de lluvia o si estaría igual de oscuro en la presencia de un sol radiante. La pared de bloque de cemento sin revestir que formaba tres de los cuatro lados de la habitación no eran mejor para aportar luminosidad que la de adobe que contenía la puerta por la que Fina había salido hacia la mínima cocina. El foco de sesenta watts aportaba una luz amarillenta sobre las cuatro sillas dispares y la mesa de madera, que constituía el único mueble con algún tipo de diseño. Eso y el armario de pino que Fina había traído de casa de sus padres como regalo de boda. Porque en el lado opuesto de la cama, a manera de banca, había una tabla gruesa hecha de un tronco a medio tallar, que descansaba sobre dos cajas. En la esquina, en el hueco que quedaba entre el armario y la pared, Apolinar alcanzaba a ver la manopla de beisbol y un bate. Aunque no se podía ver, era de esperar que dentro de la manopla estuviera una pelota, probablemente tan desgastada como el bate o el cuero de la manopla misma.
- Ya no está el hormiguero - dijo Apolinar.
- ¿A poco nomás viniste para la comida de León? - dijo Miguel.
- ¿A qué otra cosa iba a venir? Digo, digo yo - se oyó la voz de Fina desde el otro lado del muro de adobe.
- Pues éramos amigos - respondió Apolinar a manera de explicación.
- Pinches amigos. Si yo también, los tres lo éramos ¿Me vas a decir que a ti te ha buscado o mandado saludar siquiera desde que se fue pa’l otro lado? A mí, ni una postal ¡muy amigo, el hijo de la chingada!
- Pero a Lucila sí que la ha mantenido y bien. Ve nomás como tiene la casa, con piso y todo.
- No, si mal hijo no es. Eso que ni qué.
Fina entró y se sentó al lado de su marido.
- A ver si el Miguelito cuando crezca también se va al otro lado y nos manda como le manda León a su mamá - dijo.
- ¡Ya ni chingas, vieja! ¡Apenas tiene cinco años la criatura, y ya estás pensando en que se vaya pa mantenerte!
- Pos si no es él, ya me llevó la fregada, porque tú casi ni ahora que estás joven. Menos cuando estés viejo.
Miguel sonrió y movió la cabeza, divertido.
- ¿Puedo? - dijo Miguel refiriéndose a abrir la botella de tequila. Ante la señal afirmativa de Apolinar, la desenroscó y sirvió dos vasos. - Para qué te voy a decir que no tienes razón si sí la tienes. Eso que ni qué. Salud - dijo levantando el vaso. - ¿Te acuerdas de que yo me iba a ir con León cuando se fue? - se había girado hacia Apolinar que sorbía del tequila.
- Me acuerdo.
- ¿No te ibas a venir tú también?
- Nunca quise. Luego me quedaba pensando. Dicen que León vive rete bien. Aprendió a soldar y no le falta chamba. Hasta viene ahora en su propia camioneta. Igual si me hubiera ido no estaría trabajando de guardia, sino de algo más interesante y que pagara más. Así que sí, si le pensé luego si no me hubiera ido mejor yéndome. Pero a mí me gusta donde puedo decir que soy de aquí y hablo el mismo idioma que todo el mundo.
Miguel lo miraba asintiendo.
- Sí, tienes razón. No somos mojados como el pinche León. Y, aunque jodidos, al menos para frijoles, de que hay, hay - pausó para meterse un trozo de carne en la boca. - Aquella vez no me fui no por miedo ni porque no quisiera. El plan era que luego Fina se iría a alcanzarme. No, la bronca fue con mi jefe. Nunca se le quitó lo encabronado con mi mamá. Aunque no hubiera pasado nada a él le jodía mucho que la gente pensara que se había metido con Nicanor, y le echaba la culpa a ella. De seguro le habría echado el ojo para que Nicanor pensara que había algo. Digo yo. Así que muy enojado estaría, pero no tanto como para no dejarse que le hiciera de comer y le lavara sus tiliches. Así que cuando se murió se quedó como pendejo que no sabía hacer nada. ¿Cómo me iba a ir así? No está bien, no se vale.
- ¿Y tú, Apo? ¿Cómo te está yendo? - dijo Fina para cambiar el tema.
- Ahí la llevo. Poco a poco. Estoy de conserje de un edificio de oficinas. Más tranquilo que antes, nomás me encargo de que esté todo limpio y de hacer encargos de los que trabajan ahí.
- No cómo antes que estaba de guardia de seguridad en una bodega. Estaba de la chingada. Como era el más nuevo me daban siempre el turno de noche.
- Eso ha de ser bien peligroso, Apo - dijo Fina.
- Pues es lo que dicen. Que es cuando más se aparecen los ladrones. Pero yo tuve la suerte de que no me tocara ¡bendito sea Dios!
- Pero así mismo te podía tocar ¿Va a ser que no? - dijo Miguel.
- No, esa es la verdad. Pero no me tocó.
- ¿Y si te hubiera tocado?
- Pues nos daban una pistola. Nomás la disparé una vez.
- ¿Y le diste? - dijo Miguel con los ojos más abiertos.
- No, no le di. Y eso que ni se movía la pinche botella - soltó una carcajada Apolinar. Fina y Miguel lo acompañaron en ella.
Mientras reía y se daba cuenta de lo mucho que agradecía estar con Miguel y Fina, comiendo, bebiendo y platicando, un vislumbro de tristeza se presentaba al ver la situación precaria en la que vivían sus amigos. A él nunca le había tocado vivir tan mal. Era pobre, como todos en Huanusco, pero en esa casa, con sus dos cuartos de los que uno era de adobe, creía identificar la falta de perspectivas, la falta casi total de esperanza.
- Ya no está el hormiguero - dijo cuando terminó de reír.
- ¿El de atrás de la casa de los Zúniga? - preguntó Miguel.
- Ese mero. Pasé camino a aquí y me di cuenta. No construyeron nada arriba, nomás no está.
- Sííí, fíjate que yo también me di cuenta, pero hace ya varios años. ¿Te acuerdas cuando jugábamos ahí de chamacos?
- Cómo no me voy a acordar. Por eso me di cuenta de que no estaba.
- ¡Estaban bien locos! ¿Cómo iban a jugar en un hormiguero? - dijo Fina con sorpresa.
- Hacíamos cercos, disque calles por las que fueran las hormigas. Ni caso hacían - dijo Apolinar. Su cara sonriendo del recuerdo. - Una vez ¿Miguel, te acuerdas del día que León trajo una lupa? Yo creo que tendríamos unos diez años.
- Porque se la habían dado por su primera comunión y la hizo a los doce. Fue el que más se tardó - dijo Miguel.
- Pues doce entonces. El caso es que el pinche León se puso a quemar hormigas y estaba tan divertido haciéndolo que se puso de rodillas y se le subieron todas las hormigas a picarlo. De pronto empezó a echar brincos y a gritar. ¡ay, ay, ay! Gritaba y se sacudía las hormigas de la camisa y el pantalón. Soltó lupa y fue a estrellarse y romperse en pedacitos. Y de repente se empieza a quitar el pantalón porque ya se le habían metido unas por las piernas - Apolinar se detuvo y se secó las lágrimas producidas por la risa - ¡y no traía calzones!
Fina se echó las manos a la boca, mitad asombro, mitad risa.
- Todavía me acuerdo y me da risa, aunque esté solo - dijo Miguel. - ¡Cómo nos burlamos del fregao! Y León era burlón, pero no le gustaba que se burlaran de él. De mí siempre se estaba burlando por cualquier pendejada que hiciera y, aunque no la hiciera, el buscaba la forma de burlarse de uno. Ese día probó una sopa de su propio chocolate y se tuvo que aguantar.
- Esa no me la habías contado - dijo Fina en dirección de Miguel.
- ¿Sí te la conté, no?
- Nunca.
- Pues a ver cómo viene ahora el Leoncito. Con suerte y ya no es tan mamón - dijo Miguel.
- Con suerte - dijo Apolinar con poca convicción.
El día amaneció nublado pero seco. Pasaba un poco de las diez cuando Lucila, Socorro y Apolinar sacaron la mesa de la cocina de Lucila y pusieron sobre ella las botellas de tequila, ron y aguardiente. Después sacaron la mesa más grande del comedor y todas las sillas que pudieron encontrar. De las demás casas comenzó a salir la gente trayendo más mesas y más sillas. La tierra estaba húmeda aún, pero el firme de tepetate evitaba que las patas se hundieran.
- Buenas, Lucila ¿Cómo va ese mole? - preguntó un hombre que aparentaba más de setenta años pero que podía tener no más de sesenta, tal vez menos. La vida bajo los elementos tendía a hacer a la gente vieja, de apariencia y de espíritu.
- Va a ser asado de boda, Melquiades, que le gusta mucho a León.
Una hora más tarde ya estaban puestas todas las mesas y todo dejaba pensar que se iba a poder tener la fiesta sin la interrupción de la lluvia. Hacia las doce del día llegó a asomarse el sol. En la mesa más alejada, pegada ya al muro de roca del cerro de la Corona, se sentaron Melquiades, Juan Velázquez y el Fede. En el lado opuesto de las mesas, algunos niños jugaban con un balón a algo que quería imitar al futbol.
- ¿Quieren que las traiga una cerveza o un tequila mientras platican? Igual en un ratito ya llega León, pero a saber. Igual todavía se dilata - dijo Lucila que se había acercado hasta los tres hombres.
- Gracias, Lucila - dijo Melquiades. -Con mucho gusto le aceptamos un tequila ¿les parece bien - dijo volteando hacia los otros dos que asintieron. - Vamos a aprovechar para platicar de aquello de la vaca de Nicanor - explicó.
Melquiades no era el más viejo del pueblo, y tanto Juan Velázquez como el Fede eran sustancialmente más jóvenes. Pero los tres eran reconocidos como hombres cabales y justos.
Más aún, a ninguno de los tres se le conocía ningún escándalo. Sin buscarlo y poco a poco se habían convertido en el jurado que ayudaba a arbitrar conflictos en Huanusco. Por personalidad y por apariencia poco los unía. Federico, el más joven de los tres, era delgado y de ojos pequeños e inquisidores. Hablaba poco y nunca por hablar. Solo abría la boca cuando tenía algo que decir. Su delgadez escondía un cuerpo fuerte y fibroso curtido por el trabajo del campo. Juan Velázquez era un hombre grande con una voz profunda. Hablaba en frases completas y estructuradas que tenían una autoridad que algunos encontraban intimidante. Consciente de ello, Juan se esmeraba en que lo que dijera fuera justo. A diferencia del Fede, que usaba una cachucha de beisbol, Juan Velázquez llevaba siempre puesto un sombrero blanco perfectamente limpio. Melquiades también llevaba sombrero, aunque menos nuevo que el de Juan Velázquez. Más bajo que los otros dos, su cara curtida lucía grandes surcos que lo hacían ver más viejo pero que también le aportaban un aire de sabiduría. Sus pausas frecuentes y tono uniforme ausente de sarcasmo alguno ayudaban a aumentar esa impresión.
Rodeado de toda esa gente que lo conocía desde niño y que decían ‘buenos días’, ‘buenas tardes’ y ‘buenas noches’, o simplemente ‘buenas’ porque la palabra ‘hola’, que se antojaba superflua, aún no había migrado desde la ciudad, y que se agradecía asintiendo con la cabeza y, en contadas ocasiones diciendo ‘gracias’, pero nunca ‘muchas gracias’ por exagerada, Apolinar se sentía parte de algo. Y luego, girando la cabeza hacia Miguel, se dio cuenta también de cómo ya no pertenecía a esa realidad. Siete años antes, en las semanas que precedieron la partida de León, el tema constante era la vida de oportunidades que encontrarían en Estados Unidos él y Miguel. Las historias llegadas de los que los habían precedido en el viaje. A veces sobre los peligros en el cruce mismo y la confianza que se podía tener en un coyote u otro. Huanusco, si se mencionaba, era para decir que “Allá hay piso de losa, dicen que hasta de alfombre… y calefacción, no como aquí en Huanusco. Y los techos no tiene goteras”. Estar con León en esa época era estar hablando de ello, pues no le interesaba ningún otro tema, y tanto Apolinar como Miguel estaban con León todo el tiempo. León podía quitarse el sombrero por un momento para sobarse la cabeza y remarcar con su sombrero viejo en la mano que lo primero que haría al llegar a Houston, donde vivía su primo, seria comprarse un sombrero texano. Solo de vez en cuando el tema se desviaba cuando a Miguel se le escapaba algún comentario como que su padre le había dicho que le iba a comprar un terreno para construir una casa. León se encargaba de reconducir el tema “Ahí te vas a construir una casa con material del bueno para cuando vengas a visitar”.
Pero por detrás ya se empezaba a ver la falta de una intención firme. Por eso cuando se acercaba el día planeado para partir, a nadie sorprendió que Miguel se echara para atrás. La sorpresa fue solo que dijera que era por quedarse a cuidar de su papá. Su madre se había muerto ya tres meses antes y su padre le pagaba a Lupita, la hija de Angélica y Urbano Zúñiga, para que cocinara y le ayudara a levantar la casa y todo hacía ver que no le hacía falta ninguna ayuda de su hijo.
- No seas pendejo - le dijo molesto León. - ¿A qué chingaos te quedas? ¿A poco no quieres vivir mejor? ¿A poco no quieres regresar un día y que todos te vean en una buena troca gabacha?
Y así fue como llego León el día que dejó de llover. La Ford F150 azul metálico de doble cabina se pudo ver cuando apenas venía por el camino de terracería por el valle que subía hacia Huanusco. Entró en el pueblo con las ventanillas bajadas por las que brotaba a gran volumen un corrido norteño. La pickup llevaba una tapa que cerraba la caja de carga, aunque la mayoría de los habitantes de Huanusco no la alcanzaban a ver por la gran altura a la que se encontraba gracias a las ruedas sobredimensionadas y la suspensión alzada. La cara de León era difícil de percibir debajo de la sombra que le proporcionaba el gran sombrero tejano. Lo único que se veía claro era la banda de plumas en la parte frontal.
La gente ya se había sentado en las mesas y algunos incluso se habían atrevido a tomarse una cerveza o un tequila para endulzar la espera. Se levantaron cuando oyeron el grito de “por ahí viene” y se situaron para ver al vehículo aparecer por la última curva antes de entrar al pueblo. Cuando León abrió la puerta y bajó, la boca como mazorca de satisfacción, ya se encontraba rodeado de gente que, conforme se iba adentrando en el grupo, le daban ligeras palmadas en la espalda o extendían la mano para estrechar la suya.
- ¡Hijo! - dijo Lucila cuando León llegó hasta ella. Nadie recordaba verla darle un abrazo a su hijo, de la misma forma que nadie recordaba a dos personas darse un abrazo. Pero ese día Lucila abrió los brazos y recibió a León con uno ante la vista de todos.
- ¡Mamacita querida! - dijo León en una voz que todos pudieran oír.
El abrazo continuó unos segundos más. Los brazos de Lucila habían dejado la fuerza inicial con la que apretaba y su cuerpo, desacostumbrado, se había puesto tenso.
- ¡Ahí les traje unos regalos! - dijo finalmente León a manera de anuncio cuando se reincorporó del encorvamiento necesario para abrazar a su madre. - Vamos a la troca para sacarlos.
Varios niños estaban en el espacio que había dejado la puerta que León había dejado abierta y uno de ellos se había atrevido a sentarse detrás del manubrio que ahora buscaba mover cual si estuviera manejando.
- Automática, doscientos noventa caballos de fuerza ¿Te gusta? - le dijo León al niño. Este asintió con la cabeza sin entender de que le estaba hablando.
Los niños lo siguieron a que levantara la tapa que cubría la caja de carga. Los más pequeños daban saltos para ver su interior. Por un buen rato que excedió los quince minutos León fue sacando cosas que iba anunciando una a una. Una caja de cachuchas de beisbol de los Houston Astros y una caja de camisetas de los Houston Texans para los hombres. Otra de utensilios de cocina para las mujeres y varias blusas de diferentes tamaños, todas de colores pastel. Varios bates y pelotas de beisbol, así como cuatro almohadillas que explicó eran las bases “para que empiecen a jugar como Dios manda”. Tras sacar el resto de las cosas, entre ellas un sombrero idéntico al que llevaba puesto que anunció que se iba a rifar ese mismo día, sacó una caja que llevó hasta los pies de Lucila, que ya estaba sentada observando la escena.
- Un horno de microondas, mamá - dijo.
- Y yo ¿qué voy a hacer con ese traste? - dijo Lucila.
- ¡Calentar la comida!
- Para eso sirve la estufa.
- Pero esto la calienta más rápido, ¿no ve?
- Bueno, pues si un día tengo prisa, usaré esa cosa -. Su voz estaba cargada de la incomodidad que le empezaba a crear la atención de los otros sobre ella.
La sonrisa hasta ese momento imborrable desapareció para volver unos segundos después cuando giró la vista y vio la figura dubitativa que lo miraba desde unos metros.
- Miguel
- León, que bueno que pudiste venir - dijo Miguel en tono formal.
Una mano que sostenía una botella de cerveza apareció enfrente de León.
- ¿Cerveza?
- Pensé que a la mejor no ibas a estar. Con eso de que vives en Zacatecas.
- ¿Cómo vas a creer que no iba a venir? Me mata mi mamá si no lo hago - dijo riendo. Tenía dos cervezas más y estiró el brazo para pasarle una a Miguel. - Salud y bienvenido a tu pueblo - dijo y los tres alzaron las botellas. - Con su permiso, Lucila - agregó cuando se alejaban a sentarse en una mesa aún vacía.
León tenía muchas cosas que contar. Al parecer es lo único que tenía, pensó Apolinar tras media hora de un monólogo sobre todo lo que había logrado en los últimos siete años en Estados Unidos. La troca, contó, era ya la tercera que tenía. Su trabajo de soldador en una empresa de construcción le permitía cambiarla cada dos años, hasta cada año si quería, había asegurado. “¿Y cómo aprendiste a soldar?” había preguntado Miguel, claramente impresionado, en una de las pocas interrupciones a la constante verborrea llena de hipérbole de León. La misma empresa le dio la capacitación, explicó León, nomás con que él les dijera, pues inmediatamente vieron su potencial y, en unos años, sería ‘supervisor’, que había pronunciado en inglés, del equipo. Conforme continuaba Apolinar comenzó a sentirse agotado de tener que adivinar qué era verdad, qué era exageración y qué era simple mentira. Miguel se veía cada vez más achicado. La diferencia de estado entre los dos amigos más obvia y extrema en cada frase que salía de la boca de León. Apolinar se fijó, unas mesas más allá, en los tres hombres mayores. Los mismos que estarían hablando sobre que el padre de Miguel tuviera que pagar por la vaca que le había robado a Nicanor. Miraban en dirección a la mesa donde Apolinar y los otros estaban sentados.
- León, estaría bueno que fueras a pagar tus respetos a Melquiades, Juan Velázquez y el Fede - dijo, nombrándolos en el mismo orden en el que lo hacía todo mundo como refiriéndose a una sola entidad.
León miró en dirección a los hombres y se encontró con sus miradas. Se tocó el filo del ala del sombrero.
- Pues ahora ya ni qué remedio - dijo y se levantó.
Miguel y Apolinar lo vieron alejarse.
- Muy chingón el pinche León - dijo Miguel. Un tono de resentimiento se alcanzaba a vislumbrar. - Cambio troca cada año, voy a ser jefe. No hay nada que se le atraviese al cabrón.
A Apolinar no le sorprendió la reacción de Miguel, como tampoco le había sorprendido la actitud fanfarrona de León. Tristemente, en eso al menos, había cambiado, sí, pero para peor. A su mente vinieron muchas situaciones, anécdotas cada una por separado, pero identificativas en su conjunto, de León buscando protagonismo a expensas de la exageración y, seguido, de la verdad misma. La diferencia residía, esta vez, en la posición de ventaja que le daba el poder mantener en un misterio lo que realmente sucedía en su vida y la posición de riqueza relativa que le aportaba el ganar en dólares. El otro punto era el genio que la vida había hecho que tuviera Miguel. Su tendencia al resentimiento era la misma que la de su padre. La inseguridad que la causaba, también la misma. Eso había sido la razón por la que, la noche anterior cuando estuviera en casa de Miguel y Fina, no comentará que llevaba ya cinco meses en un curso de mecánico que prometía que obtuviera un puesto en el mantenimiento de alguna transnacional en Zacatecas.
- Igual de mamón que siempre - dijo riendo Apolinar, quitándole hierro al tema.
- Igual de mamón que siempre, bien dices… o más. - La voz de Miguel no compartía la gracia.
A los pocos minutos regresó León.
- ¡Pinches batos! Se sienten los amos y señores del pueblo. Estos en Houston (lo había pronunciado en inglés) no serían nadie. Pero ¡bueno! Así se cuecen las habas por acá. Entonces ¿qué?, par de pendejos, ¿cuándo se viene para el otro lado a empezar a vivir bien?
- “Yo estoy bien donde estoy - dijo Apolinar.
- Este cabrón es el que se debería de haber venido conmigo. Ahorita ya traería una troca como la mía en vez de estar aquí, jodido. - Había puesto la mano sobre el hombro de un Miguel sin capacidad de réplica otra que desviar la vista.
- Aquí en México se tiene cosas que allá no. Digo, digo yo - se apresuró a decir Apolinar.
- A ver ¿dime una? ¿Dónde está la pinche troca como la mía?
- Tengo a Fina - dijo apenas audible Miguel.
León soltó una carcajada
- Eso sí que ni qué. Una gran mujer que te agarraste. Nomás porque eres mi amigo, porque si no diría que es mucho jamón para dos huevos.
Ya había anochecido cuando llegó la banda. Una Chrysler Voyager destartalada trajo a los cinco músicos y sus instrumentos. Tras instalar las bocinas y casi cincuenta minutos de intentos fallidos por conectarlos a la precaria red eléctrica que llegaba a Huanusco, los corridos norteños empezaron a sonar. León se acercó a Lucila para abrir el baile. Madre e hijo comenzaron a seguir el ritmo en un abrazo más estrecho de lo que merecía la alegre música. Antes de que acabara la canción, más parejas se agregaron al espacio que se había dispuesto para bailar entre las mesas.
Las mujeres que no estaban bailando, solteras y casadas por igual, estaban sentadas al borde de la pista, mirando a los danzantes y comentando. De qué hablaban en ese momento, o antes cuando comían en mesas segregadas de las de los hombres, era algo que se mantenía desconocido para Apolinar en su soltería. Hacía rato que León se había levantado y estaba haciendo las rondas de mesa en mesa.
- Y, ¿a ti cómo te está yendo, mi Apo? - dijo Miguel con palabras arrastradas.
Apolinar miró la botella de tequila. Le quedaba solo el fondo y el no había tomado más de dos caballitos.
- Todo bien. Todo bien, Miguelito. Ya habría que bajarle ¿no? - dijo alzando las cejas en dirección a la botella.
- Sí. Igual y hasta tienes razón, pero ¿sabes qué? Tiene razón León. Aquí no soy nadie, no soy nada.
- No le hagas caso, Miguel. Sigue diciendo las mismas pendejadas de siempre.
- Tal vez. Pero mira nomás como lo miran todos.
Era cierto. Las miradas lo seguían allá a donde se dirigía. Fuera por la novedad o fuera por su sombrero con plumas, la hebilla sobre dimensionada o el resto de su indumentaria casi diseñada para llamar la atención, la verdad es que en todo momento cualquiera de los presentes sabía dónde estaba León y con quién estaba platicando. En ese mismo instante caminaba en dirección a la línea de sillas donde estaban sentadas las mujeres. Con la música era difícil oír lo que pudiera estar diciendo alguien al lado y totalmente imposible oír lo que dijera nadie a más de un par de metros. Fina reía con Marcia, las dos mujeres metidas conversación, cuando oyó la voz de León por arriba de ella.
- ¿Me concedes este baile?
Fina se ruborizó. Del otro lado de la pista, Miguel y Apolinar observaban la escena y vieron cuando Fina le dejó su bolsa a Marcia y se levantó para dirigirse con León hacia las parejas danzantes.
- Es normal - dijo Apolinar, fingiendo que no le parecía extraño. - Es el festejado y lo hace por amabilidad.
Miguel no respondió. Los veía con los ojos inyectados por el alcohol.
La canción estaba ya comenzada cuando empezaron y, al terminar, Fina se separó de León y comenzaba a regresar hacia Marcia. León tiró de su mano para pedirle que continuara. Por un momento pareció que iba a declinar cuando la música empezó a sonar de nuevo y, en respuesta a un pequeño tirón, puso su mano izquierda sobre el hombro de León para continuar. El movimiento de la pareja bailadora era fluido, respondiendo a la música y siendo parte de ella. La polka norteña era fácil de seguir. La pareja de baile daba la impresión de tener un encaje natural para fundirse en el ritmo. Todos los ojos que los veían parecían tener la misma impresión.
Eran pasadas las diez de la noche cuando Apolinar se fue a dormir. La celebración comenzaba a pasar a la fase en las que las mujeres intentaban llevarse a casa a sus maridos borrachos y en la que, los que no se iban, comenzaban a recriminarse ofensas cubiertas, pero no olvidadas. Recriminaciones que a veces llegaban a acabar en las manos. La banda había ya para entonces recogido su equipo y se había marchado. El cansancio y la embriagues le había permitido conciliar el sueño a pesar de los ruidos esporádicos y cánticos etílicos de los que se reusaban a partir.
Lo despertó pasada la madrugada el grito angustiado. No supo determinar de dónde venía.
- ¡Me lo mataron. Me lo mataron! Que me mataron a mi hijo.
Apolinar saltó de la cama. La luz carente aún de sol se colaba entre las cortinas de algodón. La voz le resultaba familiar, pero en su amodorramiento, no lograba ponerle cara. Abrió la puerta de su cuarto justo para ver a su madre salir por la que daba a la calle. Se encontraba ya completamente despierto. Se puso los pantalones que estaban tirados en el suelo y la misma camisa arrugada y oliente del día anterior. Metió los pies sin calcetines en las botas y, al salir, extendió la mano para agarrar su sombrero.
Cuando llegó a la calle, un grupo de unas ocho personas se agrupaban alrededor de alguien que no alcanzaba a ver. Las caras se turnaban entre ver hacia el centro y mirar a los lados, como buscando algo que no lograban encontrar. Cuando se acercó, Apolinar vio la cara desencajada en llanto de Lucila.
Un rato más tarde, los hombres del pueblo, no solo Melquiades, Juan Velázquez y el Fede, sino su totalidad, se habían reunido enfrente de la tienda de abarrotes del mismo Juan Velázquez. El único ausente era Miguel.
- Tenemos que organizar un grupo para que vaya a buscarlo y lo traiga - dijo Melquiades.
- Ahí disculpen. Pero ¿cómo saben que fue él? No lo sabemos - dijo Ismael, el padre de Miguel.
- Tú cállate, hijo de la chingada - dijo Nicanor, sin intentar ocultar su viva molestia por el robo de su vaca.
- Señores. No es el momento - dijo, como siempre, con autoridad Juan Velázquez. - Aquí no hay mucho que cuestionar. Todos vimos lo que pasó en la fiesta anoche y no solo Fina ya dijo que Miguel no llegó a dormir a su casa, sino que hasta el momento está desaparecido. Y el cuerpo muerto de León fue encontrado en el camino al estanque de arriba con el pescuezo roto y el bate con el que se lo rompieron a pocos metros - dijo. Si no fue Miguel el que lo hizo, que lo explique.
Los hombres que estaban ahí se dividieron para ir a la búsqueda de Miguel. Menos uno. Ismael se había ido cuando los otros discutían cómo dividirse, de tal manera que ni cuenta se dieran de que ya no estaba. Se había ido como si la cosa no fuera con él, que así mismo lo había pensado. Se fue y se metió en su casa y de ahí no saldría en tres días. Cuando volvió a bajar al pueblo ya todo había pasado y, aunque todos lo veían de reojo, él siguió haciendo como que la cosa no fuera con él.
Se formaron cuatro grupos. Dos que fueran en dirección a donde se había encontrado al cuerpo para luego dividirse uno por cada lado del estanco. Otro estaría encargado de revisar el camino hacia el valle y el último seguiría el entorno de la montaña hacia el sur.
A Apolinar le había tocado el grupo que iría por el lado izquierdo del estanco. Los dos grupos comenzaron a dirigirse hacia el punto en el que tendrían que dividirse, a unos dos o tres kilómetros del pueblo. Apenas empezaban a dejarlo cuando la figura de Miguel los encontró caminando hacia ellos. No los miró siquiera. Se fue acercando hacia los hombres, ya inmóviles, hasta que se detuvo a solo unos pasos de ellos, la cabeza agachada y las manos colgando a los lados.
- Vamos a llevarlo a la bodega de Juan Velázquez - dijo Melquiades.
La bodega era un cuarto en la parte posterior de la tienda, construida en bloque de cemento, con un techo vertido que impidiera que pudieran romperlo o levantarlo para entrar a robar. La luz natural solo podía entrar a través de una rendija de veinte centímetros por un metro en la más alta del muro posterior, que era el que daba al patio. Antes de meter a Miguel, los hombres tuvieron que sacar parte de la mercancía para crear un poco de espacio en el recinto. A Miguel lo sentaron en una silla con las manos atadas por detrás y la cuerda que las ataba sujeta a su vez a un bloque como los que formaban la bodega.
- Yo lo vigilo - dijo Apolinar.
Melquiades se le quedó viendo por unos segundos, claramente consciente de la amistad que tenían. Finalmente asintió y Apolinar acercó una para sentarse al lado de Miguel. Apolinar esperaba que dijera algo cuando los demás ya no les prestaran atención, pero no hubo ningún cambio discernible. Y Apolinar sentía la necesidad de saber por qué. Cuando le quedó claro que Miguel no iba a decir nada de su propia iniciativa, decidió preguntárselo.
- ¿Por qué no huiste? Podías haber empezado de nuevo en otro pueblo, en la capital, hasta en el otro lado. Nunca te hubiéramos encontrado ¿Por qué regresaste?
Miguel no levantó la cabeza, pero sus ojos se comenzaron a mover. Parecieron querer mirar en dirección de Apolinar, pero por último no lo hicieron.
- No tenía a donde ir. Si aquí apenas tengo algo y lo que tenía ya no. En Huanusco por lo menos sé que de aquí soy - dijo tan bajo que Apolinar tuvo que esforzarse para oírlo.
El llanto de las mujeres se alcanzaba a oír hasta en las casas más alejadas del pueblo. Un murmullar constante que solo tomaba forma al acercarse a la casa de Lucila, que era donde se estaba velando el cuerpo. Y si normalmente la reunión hubiera sido en casa de Melquiades, se había decidido hacerlo en la del Fede para poder pensar sin los sollozos de fondo. La casa era la penúltima en la salida hacia el estanco. Los hombres siguieron a Melquiades, Juan Velázquez y el Fede al interior de la casa. Cuando se acabaron las sillas en que sentarse, los que seguían entrando se quedaban de pie detrás de la mesa. Cuando se dieron cuenta de que ni así cabrían, Melquiades propuso que salieran todos.
- Aprovechando que no llueve. Ya después los que tengamos que seguir hablando el asunto volvemos a meternos - dijo.
Sacaron tres sillas que pusieron contra el muro, una para cada uno de los que ejercían de autoridad en Huanusco. El resto tuvo que separarse unos metros para poder verlos sin tener que ponerse en cuclillas. La distribución creaba el efecto de discriminar a los dos grupos y dejar claro quien tenía la voz mandante.
- ¿Alguien tiene algo que decir antes de que comencemos? - dijo Melquiades.
- Yo digo que hay que avisar a la autoridad - dijo Jesús Lastras y Apolinar agradeció para sus adentros que dijera lo que él quería, pero no había dicho al sentirse percibido como parcial.
- Si me permite - dijo Juan Velázquez a manera de pedir autorización de Melquiades para hablar. - La autoridad no es tal. Ya vimos todos lo que pasó con la vaca de Nicanor.
- Eso mesmo - dijo Nicanor interrumpiendo. Juan Velázquez lo miró fijamente y quedó entendido que no quería que se le interrumpiera.
- Si avisamos a la policía no sabemos cómo reaccionarán. Pueden hacer lo correcto, pero de la misma manera, pueden buscar la forma de extorsionarnos a todos. Esto hay que resolverlo nosotros mesmos.
- ¿Y si se enteran en otros pueblos? Es fácil que se enteren cuando menos en San Juan sin Agua - dijo Isidro Sánchez. - Fede, tu mujer mesma es de ahí. ¿No va a ir a contarlo a su hermana que luego se lo contará a su marido? Cuando menos lo sepas, ya lo saben toditos.
El Fede entrecerró los ojos, haciéndolos aún más chiquitos de lo que ya los tenía.
- De seguro. Más incluso así, la gente de San Juan sin Agua tiene los mesmos problemas que acá y saben que estas cosas es mejor resolverlas sin que salgan.
- Pues si no hay nadie más que tenga algo que decir, nos vamos por ese camino - dijo Melquiades.
- Yo nomás agregar que el castigo tiene que ser comparable al mal que se hizo - dijo Isidro.
- Está claro - respondió Melquiades. - Además de que tiene que servir de ejemplo para no vaya a haber otro al que se le pueda ocurrir actuar tan malamente más adelante. Si todos están de acuerdo, procedemos a platicarlo entre nosotros tres. Ya les avisamos cuando lleguemos a algo.
Al filo de las once Fina vio a su marido en la mesa con la botella de tequila ya prácticamente vacía como única compañía y caminó hasta él. Tomó la silla que un poco más de una hora antes había ocupado Apolinar.
- Sácame a bailar, viejo - dijo con voz que fingía alegría. Miguel la miró de reojo.
- ¿Qué, ya te cansaste de bailar con León, o fue él el que se cansó de bailar contigo?
- Ay, Miguel. Si es tu amigo desde que eran escuincles los dos.
Miguel miró a su mujer a los ojos.
- Lo seremos, pero ahora él tiene su camionesota nuevecita y yo apenas te doy para frijoles, y ya te diste cuenta que a la mejor era con León con quien te debías de haber casado.
- ¡Ay, viejo! No te pongas así. Si me estaba contando cómo le está yendo en Houston y me decía que nos teníamos que ir los dos para allá, que él te ayuda a encontrar chamba y a mí también.
Fina intentó tomar a Miguel por el antebrazo y él respondió retirándolo.
- Será para tenerte más cerca. Si no estoy pendejo, vi cómo bailabas y le sonreías.
La sonrisa de Fina acabó por desaparecer.
- Estás borracho y es el alcohol el que te hace decir esas cosas. ¿Sabes lo que digo, Miguel? Que me voy para la casa. Cuando se te pase el pedo, ahí si quieres vienes y, si no, vete a la chingada - dijo. Ya se había levantado y empezaba a alejarse.
Un niño pasó junto a Miguel y lo detuvo.
- Te doy diez pesos si me traes otra botella de tequila - dijo.
Unos segundos más tarde el niño había regresado con una botella a medio llenar.
- Nomás encontré esta. Estaba en una mesa en la que no había nadie.
Miguel se escarbó el bolsillo, sacó la única moneda que tenía y la puso en la mano del niño. Agarró la botella y tomó directamente de ella.
Miró a su alrededor y vio que no era el único que estaba solo en una mesa bebiendo. En cada fiesta siempre había más de uno que acababa con tal borrachera que, el resto, incluso otros borrachos, sabía que era mejor dejar solos.
Para las once y media de la noche, las mujeres y los niños se habían ido todos ya para sus casas. Solo quedaban hombres en diferentes niveles de embriaguez a los que sus esposas no habían logrado llevarse. León hablaba con dos muchachos que eran aún niños cuando él había partido. Los muchachos lo veían con ojos de admiración y parecían tomar nota mental de todo lo que decía. Tras un rato, los tres comenzaron a caminar, alejándose en dirección al camino del estanco como habían hecho muchos a lo largo de la fiesta para ir a orinar. Al poco rato regresaron los dos más jóvenes sin León.
Miguel se levantó. Tenía dificultad al caminar. Bajó el ritmo para compensar y se fue alejando de las mesas en la dirección en la que antes lo había hecho León. A nadie le llamó la atención la figura tambaleante que se iba, como a nadie tampoco le llamó la atención que cualquiera que se hubiera ido dejara de volver. Y nadie vio que, al salir, Miguel se había desviado para coger uno de los bates de beisbol que aún estaban sin estrenar junto a las pelotas y las almohadillas que hacían de bases.
El campo olía a tierra mojada. Unos metros más allá el olor de tierra mojada era sustituido por el de orines. No había nadie a la vista así que Miguel siguió andando en la misma dirección. No quedaba ninguna otra dirección en la cual ir que no fuera el monte abierto. El muro rojo de la colina donde los hombres habían meado se veía negro. El cielo estaba cubierto y la luz de la luna llena no alcanzaba a atravesar su manto. Los ojos de Miguel se habían ya acostumbrado a la oscuridad cuando vio la figura que se levantaba y se subía los pantalones. El sombrero texano era inconfundible por su gran tamaño y las plumas que alcanzaban a perfilarse. Miguel continuó caminando hacia la sombra que ya se acercaba hacia él. Mira, si es Miguelito. ¡Que vieja tan buena tienes, Miguelito! - dijo León.
Miguel ya tenía el bate cogido con ambas manos y lo balanceó cuando León estaba a poco más de un metro. La embriaguez hizo que fallara y perdió el equilibrio. Cayó de rodillas en el piso enlodado. Al esquivar el golpe, León había dado un paso hacia atrás y lo miraba con una mezcla de asombro y furia. Cuando Miguel comenzaba a incorporarse León se abalanzó contra él. Sostenía el bate con la mano izquierda y no tenía tiempo para echarlo hacia atrás para lanzarlo con fuerza. Solo alcanzó a dirigirlo cual rifle con bayoneta en dirección al cuerpo que se acercaba rápidamente. La parte redondeada superior le dio justo abajo del esternón sacándole el aire de los pulmones. León se llevó las manos al vientre y se inclinó en un intento de retomar aire. Miguel alzó el bate por arriba del hombro derecho y, sosteniéndolo firmemente por el extremo inferior, lanzó los brazos hacia adelante con toda la fuerza que todavía le quedaba. El bate hizo una curva ascendiente para luego descender a toda velocidad hasta detenerse con el impacto en la nuca del hombre en cuclillas. Miguel continuó golpeándolo con el bate en el torso, rompiéndole las costillas del lado derecho, que era el que más fácil se prestaba para golpear. Uno de los golpes falló y le dio en la cadera, rompiéndole también la pelvis. Pero León no sintió ninguno de estos golpes. El primer golpe en la nuca se la había roto en dos.
Cuando tocó el suelo, León ya estaba muerto.
Melquiades y Juan Velázquez cogieron los extremos de la cobija de lana que envolvía el cuerpo de León. Una pinche cobija de cuadros rojos y azules, esa es la suerte que nos espera al final del camino, pensó Apolinar. El Fede se deslizó por el borde hasta bajar al fondo de la fosa. Ahí extendió los brazos para que los otros dos hombres le bajaran el bulto. Empezaron a descenderlo. El Fede puso sus manos para moverlo lateralmente de tal manera que el peso cayera sobre sus brazos. Un instante antes de que pudiera tomar control del cuerpo, Melquiades no pudo mantener la sujeción y soltó la cobija de una de las manos. La otra no pudo con el tirón que la cobija se escurrió hasta que toda la parte superior del cuerpo estaba cayendo, libre, hacia el Fede. Juan Velázquez tiró para aminorar el golpe, pero solo logró torcer el ángulo del cuerpo, que quedó diagonal a la fosa, sin evitar su caída. Todo el peso le dio de lleno en el pecho al Fede. El fondo lodoso lo hizo perder su apoyo y, muerto y vivo, acabaron tirados en un amasijo humano en el lecho de la tumba.
El Fede levantó la mano para indicar que estaba bien. Ninguno de los presentes se atrevió a decir nada. A Fede le extrañó que los ojos de Melquiades, de Juan Velázquez, de Apo y de otros que se habían acercado hasta el borde se dirigieran no a él, sino a un punto a su izquierda. La caída había hecho que la cara de León quedara descubierta y sus ojos sin vida estaban completamente abiertos, con la cabeza colgando en un ángulo que solo permitía la nuca rota. El Fede se apresuró a volver a cubrirla, acción que tuvo que repetir segundos después cuando, al buscar acomodar el cuerpo desde la posición torcida en la que había acabado, tiró de la cobija y volvió a descubrirla. Juan Velázquez le estiró la mano para ayudarlo a salir.
Las mujeres comenzaron a acercarse una a una a persignarse antes de partir. El suelo lucía de verde con el pasto salvaje fruto de la lluvia y permitía un contraste con la tierra roja que, si no fuera por las circunstancias que lo causaban, cualquiera hubiera encontrado lleno de belleza. La última en persignarse fue Lucila, sujetada de los brazos por Socorro y Trini. Lanzó un aullido al ver el bulto de cuadros rojos y azules que yacía en el fondo. Las dos mujeres la sostuvieron para que no se cayera y pusieron fuerza para girarla y llevársela de ahí. Los hombres se quedaron ahí. La única mujer en hacerlo fue Fina.
Miguel estaba con la mirada perdida, inmóvil, casi tan muerto como el que acababan de bajar. El letargo se había convertido en su nuevo estado natural. Ni los tropiezos de los minutos anteriores habían logrado sacarlo de su desapego. Juan Velázquez y el Fede estaban ya fuera de la fosa y Juan Velázquez estiraba la mano para ayudar a Melquiades a salir. Cuando por fin estaba fuera, Melquiades dio unos pasos hasta detenerse a escaso medio metro de Miguel.
- Ya está - dijo. - Métete.
Miguel salió de su letargo y levantó la cabeza para situar los ojos desorbitados en Melquiades:
- ¡No! Por favor no - dijo como quien acaba de oír algo que no tiene sentido.
- Ya te lo dije - dijo sin emoción Melquiades. - Es lo que se decidió. Enterrarte en la tumba que tú mismo causaste. No compliques más las cosas de lo que de por sí ya son.
Miguel comenzó a girar la cabeza en espasmos, el cuello torcido, buscando con la mirada unos ojos que lo entendieran, que le tuvieran aunque fuera tantita misericordia y lo ayudaran a salir de esta. No los encontró, todos los ojos se habían tornado hacia los lados.
- ¡Apo! - gritó entonces - Apo, a ti te hacen caso, Apo. ¡Diles que no me maten, Apo! ¡Diles que no me maten!
Apo levantó la mirada al oír su nombre, pero no hizo más que eso.
- ¡Fina! - gritó ya entre sollozos y girándose hacia su mujer. - Díselo tú. Diles que no te quieres quedar viuda, diles que no quieres que Miguelito crezca huérfano, sin papá. Diles eso para que no me maten. Diles…
No llegó a terminar la frase. Una figura se acercó hacia a él, agachándose brevemente al pasar junto al montículo de tierra y piedras que se había formado con el contenido de la fosa para tomar una del tamaño de una naranja grande. Sin detenerse levantó la mano y asestó un golpe con toda la fuerza en la sien de Miguel. El cuerpo se tambaleó, dando pasos hacia atrás y cayendo, ya sin sentido, hasta el fondo de la fosa. El grito de Fina fue lo único que acompañó al sonido seco que causó el contacto de la roca con el hueso. La sangre que empezó a esparcirse por la cobija se notaba menos a causa de los colores oscuros de la misma. En el borde de la fosa, surcos de lágrimas cubrían la cara de Apolinar cuando dejó caer la piedra ensangrentada de su mano.
La tierra comenzó a cubrir los dos cuerpos. La todavía fina capa se movía hacia arriba y hacia abajo al ritmo de la respiración de un cuerpo con vida, pero ya no consciente. Juan Velázquez y el Fede continuaron echando más tierra hasta que quedó cubierta la fosa. Los pocos que se habían quedado a ver el proceso hasta el final iniciaron su regreso hacia el pueblo. Para entonces Apolinar ya llevaba tiempo de no estar ahí.
First Prize Short Story in English - Faculty and Staff
Papercuts
Author: Luis Vivanco
Professor at IE University
The sky was as blue as you could hope for in the early spring morning when Clara decided to buy flowers on her return from meeting Isabel. As she entered the cafeteria where they used to meet, she felt almost sorry to go inside and wondered if Isabel would not prefer, as she did, to sit outside. It was not warm exactly, for it was early March and still brisky, but it was the most beautiful morning since de advent of Winter. Clara remembered that Isabel was always complaining of being cold and settled to sit inside in the, thankfully, window table where she had just spotted her friend. She didn’t quite stand up but raised herself slightly to kiss Clara on both cheeks.
- It’s been a while! – said Isabel.
- It’s has! – responded Clara.
Clara felt happy to see Isabel. They had been friends since they met on the very first class of a French cuisine course, they both had taken five or six years before. Clara smiled across the table to Isabel as she sat down and placed her wrists on its edge and placed one hand over the other. Today was a special day. Why? No reason, she had decided that it was special and that she was going to surprise her husband Peter by cooking his favourite dish for dinner: duck Thai curry. Having such a nice morning and now meeting Isabel for coffee seemed like omens of the joyful fate of the day to come. They had kept the habit from their times learning to cook of talking about recipes and it had become a fallback to start every conversation to ask if the other had cooked anything good lately. So it seemed natural for Clara to start the conversation by mentioning that evening’s planned Thai duck. She was telling Isabel how delicious and simple it was to make when she noticed that Isabel attention seemed more formal than genuine.
- Is there something the matter? – asked Clara.
Isabel grimaced and looked out the window for a moment. She looked distraught, Clara thought. She didn’t remember ever seeing her with that face.
- No biggie, I guess – said Isabel. – I’ve been fighting a lot with Tim lately. About nothing serious, which the worst part. We seem to be discussing over every stupid thing. I get the feeling he doesn’t respect me - she paused – doesn’t appreciate me the way he should. It’s as if he took me for granted.
Clara was not strictly surprised. Isabel was prone to worrying too much about things. She was constantly troubled by whatever had happened the previous day, which usually took the top spot on her mind from the previous thing. Clara reached across the table and put her hand on Isabel’s.
- Tell me about it. I’m sure you’ll see a way to solve it – she said with deep sympathy but unable to really understand Isabel’s concerns.
When the subject of her marriage came up, Isabel was always unsatisfied with something in the relationship with her husband Tim. Either he didn’t pay enough attention to her, or he seemed controlling and paid attention to everything she did. More commonly, disagreements came over what each wanted to do differently, what movie to watch or whether to go to the movies or not, going out with friends, and with which friends, his or hers, against having dinner just the two of them. What had been a journey of discovering each other when exploring the other’s desires, once said Isabel, had evolved into one of routine and control to avoid doing anything that seemed unpleasant. This, the concept of avoiding pleasing your partner, gosh! the idea that you may not want to at least try to like it, was unfathomable to Clara.
- My dear, Clara. You are the wife every man wishes for! – said Isabel with a tender smile after Clara naively asked her why she didn’t try to go Tim’s way and see if she liked it.
The morning’s chill had turned into a nice warmth by the time Clara returned home. She had stopped by the flower shop and deciding for a large bouquet of multicoloured carnations. She felt happy that Isabel seemed in uplifted spirits when they had said goodbye. She was always happy to see Isabel, she said to herself, even when she felt that the need Isabel had for her friendship was stronger that her for Isabel’s. She was happy to simply spend time with Peter, just as she felt it was also the other way around. But other women seemed to be pulled towards making a friend of Clara. Even if she didn’t seek them, she was always happy to make new friends. Peter loved that aspect of her, and it had made them the centre of their group of friends. She had become the go-to person when a party needed to be organised. The other women, married to what had been Peter’s group of high school friends, were pleased to involve her in organising every activity for the group, in which she willingly took part. Isabel, she struggled to understand. That morning, as she was getting ready to leave, Peter had been having breakfast and browsing the news on his laptop. He had barely nodded when she approached him to tell him she was leaving and kiss him in the thinning hair on top of his head. Isabel, she suspected, would’ve been distraught if Tim did the same. Clara accepted that it was normal that Peter enjoyed having breakfast in that fashion and didn’t make anything out of it.
Where were the candles? She needed two for the candlesticks she was placing on the table. She remembered having a box in the attic and went up to fetch it. She moved in the single-light bulb, poorly lit, room zigzagging through the assortment of boxes towards the back where she thought the candles would be. She started moving a large box that stood in her way, but she could barely make sense of what laid beyond. The 60-watt lightbulb’s light barely reached the back of the room. It would be impossible to find anything. Clara went back to the kitchen to fetch a flashlight. Looking for things that neither her nor Peter could remember where they were was an activity Clara usually undertook. Peter would soon become upset and simply didn’t have the calm to follow a process for looking. This came naturally to Clara. She moved the large box with the flashlight tucked in her armpit. A smaller box with the length that approximated that of a candle rested next to the back wall. She picked it up and flipped the cover open. The candles appeared. As she turned around, the light briefly illuminated an object that seemed familiar. Clara turned back and pointed the flashlight in its direction. It was a wooden chest with metal bands that she recognised as the one she had seen in pictures from Peter’s childhood. The lock was open, she paused for a second. Was it fine to see what was inside? What could be inside other than childhood memories of her husband’s that no one would appreciate more than her? She placed the flashlight on box and tried to direct it so it would light the chest once it was open.
It was underwhelming. A few broken plastic toys, a He-man that was missing an arm, a car with only one axel, a Boy Scouts badge. Most of the space was occupied by a pile of hardcover comic books. She took the one at the top of the pile. “The adventures of Pete and Tamsin” read the title. She flipped through the first pages. Pete and Tamsin, the title characters, are a young couple who own a dog that seems like a Russell Terrier and whose name is Milo. In the story they are camping in the forest, canoeing in a lake and sitting around the campfire. At one point, Milo goes chasing after a rabbit and doesn’t come back. The rest of the story is of Pete and Tamsin looking for Milo only to encounter him waiting for them next to the tent when they have given up and returned. Clara put the story book back in the chest and went down to cook dinner.
If Peter was not surprised by the candlelight dinner that met him on his arrival, it would’ve been impossible to know from his reaction. Clara was pleased. She always seemed to know what would make him happy. She had chosen a bottle of red Burgundy of medium built that fitted the intense yet soft flavour of the curry. He took the corkscrew and started to open it while she gently caressed his back. He told her inconsequential gossip form the office of people she new and she told him about her meeting with Isabel. As she did, she felt the ambiance that was being created at that moment in their kitchen and understood how different to Isabel were her feelings towards her marriage.
- If you carry on at this pace, there will be no leftovers for tomorrow – she laughed. – I was up in the attic earlier today to get the candles and I found by chance the chest that appears in some of your childhood photos. You know, the one with the metal straps.
- Wow! – he smiled. – I had almost forgotten about it. What’s in it? Did you see? I expect a bunch of broken toys.
- A few of those, yes. There was also a large pile of comic books titled “The adventures…
- … of Pete and Tamsin! – he beamed. – I LOVED those stories. My mother used to buy them for me and she would bring a new one every month or so. They were about this couple and their adventures – he made air quotes – that were not more than funny or often awkward situations that happened to the two. They were innocent, trouble-free other than for the minor mishaps that created the stories.
- Do you remember that time we went camping in the Lake District, back when we were still dating?
- Oh, do I ever! I still had Max. You remember Max, dear? He was a Norwich terrier – Peter was more excited than Clara had seen him in a while. – He got lost and we were looking for him for two hours and then he came back alone. You remember?
- I do - said Clara and smiled at him.
Peter had falling in a deep sleep, in part thanks to the wine while Clara was knowing something completely new and foreign to her. She could not fall asleep. She switched from her right to her left side and then tried on her stomach to no avail. She, as with other things, had seen Peter fight sleeplessness but never experienced it. She laid on her back and look for a long while at the shapes the light coming through the window made on the ceiling. Maybe one and a half hours after they had both gone to bed, Clara stood up and made her way out of the bedroom.
This time she brought the flashlight outright. Rather than using it to read, she used it to clear the path so she could move the chest until it rested under the overhead lightbulb. There was a small stool that she moved to sit in it and opened the lid. She took the book that lied below the one she had looked at that morning. She recognised a party they both had been to. The house was not the same, or not exactly, but the general style of the decoration seemed spot on. Later in the same book there was a rock concert. At the end the drums player throws one of the drumsticks into the crowd and Tamsin catches it. Clara thought of the Elton John drumstick she had framed in the living room. She put the book down and took the next, then the next one. At one point, Pete and Tamsin get married and she could almost recognise the dress and the countryside chateau where the story’s wedding was taking place. Tamsin had her hair up braided in a classic style. Clara had let her hair grow the year before the wedding to be able to give it some hairdo potential. She went back and looked at the first book. Tamsin’s hair was almost boyish-short. Just as she, Clara, used to wear it. She put the books back in the chest and closed it.
Clara typed the words in the search box, this time replacing “castle” by “chateau”, then she clicked in “Images”. Her memory was vague about the name of the wedding venue. She had gone back to the chest and looked in the book for any hints of the name but there were none. She had spent half an hour looking at pictures and trying to identify the site from them. Yet before that, Clara had looked for her wedding picture albums but had been unable to find them. In fact, as she was looking for them, she had realised that she didn’t remember what they looked like nor ever flipping through them, by herself or with Peter. She looked at the pictures in the search results, paying especial attention to those that had a predominance of green, for the grass, or blue for the colour of the inside walls as she remembered them. She clicked the “Next” button when, as the page was changing, something caught her eye. She clicked “Previous” as soon as the button showed up. There it was. It was an outside photo and the ornaments on the wall were just as she remembered them. It was called “Chateau de Valençay”. She went into the website and the rest of the pictures assured her that that was the place where she and Pete had got married.
Clara picked up the phone and dialled the number shown in the webpage. It started ringing. Her heartbeat started raising, her hands felt sweaty, and her head felt light. She didn’t understand what was happening to her. These were symptoms that she had never experienced. Just as someone picked the phone on the other side, she hung up. She looked back at the web page and searched for the address. It was not more than a twenty-minute drive. She decided to drive there. It was early and there were still a few hours before Pete came back. Her heart skipped a beat as she realised she was thinking about Peter as Pete. It had always been Peter, not Pete. It was never Pete.
There was no question that the Chateau de Velençay was a beautiful place. Even when its nature as a for-rent gathering place gave it a somewhat corporate feeling and erased most of the flaws that one would expect from a centuries-old building. The grass too trimmed, the stairs too even spaced, the unlit corners a tad too decorative to believe that light didn’t reach them by anything other than design. The feeling it provided was one that Clara felt, she thought, for a second time. Yet as she entered the main hall, she was at a complete loss as to in which direction the ballroom where her wedding had taken place could be. She didn’t dwell on it and decided to go directly to the administrative offices, signalled by a plaque on the wall. As she walked there, she caught her reflection on a large mirror. Her clothing was evidently of someone upper class and with refined taste, she thought, trying to gain confidence about the request she was about to make. There was a well-groomed man in a dark suit sitting at a perfectly arranged desk. Two other desks were further back but unoccupied.
- Good morning – she said, still unsure as to what she specifically wanted to ask. The man introduced himself as Mr Abbot, offered Clara a chair and enquired her name. She told him. – I believe I got married here, but it was my husband who arranged everything. I would like to organise a surprise party for his birthday – she lied – and want to make sure it’s in the same ballroom. Do you think you could check?
- With pleasure. What’s the date it took place?
Clara paused. The 27th of June she told the man. When then Mr Abbot asked the year, she realised she could not tell. The date was easy because that’s the day they always celebrated their anniversary.
- What a memory I’ve got! – she said. – It must be 2010 or 11 – she felt the blushing on her face. Abbot didn’t show any concern that she could not remember the year and started typing in the computer’s keypad.
- Let’s see - he said. I doubt it was in 2011 as it fell on a Monday. It fell on Sunday in 2010 and on Saturday on 2009. Was it an evening celebration? – she nodded. - I see, so it must’ve been in 2009. – Can you tell me your husband’s name? you said he made the arrangements, right?
He looked at the screen, typed a few more things and looked at it again while scrolling with the wireless mouse. He could not find anything. Clara asked if could check Sundays, but he responded he had already done it. Then she asked if he could check 2008. She had just checked that the 28th of that year fell on Friday.
- I’m sorry. I believe you must have had the celebration in another similar place – he said as he pushed the keyboard to one side. – Another popular castle is Chateau de Chinon, have you checked there?
Clara remembered the pictures online and she was positive that was not the place, but it offered a way out of the situation. She indicated she would do that and left.
She reckoned Peter would not be back home for still a couple of hours and she had more than enough time to get there and prepare dinner but, for the first time in her life, she didn’t feel like cooking for Peter, or for anyone for that matter. She stopped by a gourmet shop and bought a few Argentinian empanadas and a bottle of also Argentinian Malbec red wine. When Peter arrived home, the table was set, the empanadas were being heated in the oven and a third of the red wine bottle was gone. The alcohol had reached Clara’s bloodstream and her mood had switched to sardonic. She had the glass of wine on her hand when Peter arrived and entered the living room.
- Having wine before dinner, are you? – he said, a mirthless smile on his face.
She approached him and placed the free hand around his neck and her body against his.
- I thought you would like the mood it gets me in – she said in an obvious flirt.
- It smells good – he said as he detached himself.
The effect the wine had on Clara was not strong enough for her to press. She went into the kitchen and brought the empanadas. Peter was seating at the table when she came in with the tray. He looked at her not with the desired she expected, but with a look that felt recriminatory. She sat and placed an empanada in her own plate. He did the same with his. They started eating without saying a word. Clara poured some wine in Peter’s still empty glass and then refilled her own.
- They are nice – said Peter after a while.
- Glad you like them –Clara gulped half the content of her glass.
- So, how was your day?
- Oh, you know! Doing all sort of things. I guess my only fault was that I didn’t cook dinner for my handsome husband as a perfect wife would do.
- The empanadas are perfectly fine – he had turned his head and was looking straight into her face, which she kept facing forward.
- But surely not the way you would have scripted. You know, the perfect wife and all. – she sipped some more wine.
- What’s all this with the “perfect wife” crap? Are you OK?
Clara took the last sip from her glass and reached for the wine bottle.
- Don’t you think you’ve had enough for a night? - said Peter. – You hardly ever drink and today you’ve had more than half the bottle already.
- Do you want to control how much I drink? I’d think that given that, as you say, I hardly ever drink I would get some room to get tipsy one bloody day I feel like doing it!
Peter looked placed a steady look on her but said nothing.
- Anyway – she said averting his eyes. – What year did we get married? I can’t remember.
He stood up and took the bottle by the neck.
- I think you’ve had enough of this. – he said. He walked to the kitchen and drained the remaining wine in the sink. Then he walked in the direction of their bedroom.
That second white night was, in a way, worse than the first for it made Clara afraid that it had become part of her. Also, because she felt she gained nothing by going to the cellar, as she had done the first time. She simple kept her eyes open, fixed on the unseeable ceiling, every time she got tired of keeping them close. It was the wee hours of the morning, and way past the moment when she had accepted that she would not fall asleep, that she finally did. When she woke up, Peter’s side of the bed was empty. She looked at the clock and understood that he was at work by then. It was past 10 am. After taking a long bath and downing three coffees to drive away what she imagined was what she had heard others call “a hangover”, she picked up the phone and called the hairdresser.
- Cut is short. Boyish looking short – she said.
- Are you sure? You have beautiful long hair – said the hairdresser who, herself, had worn a shortish hairdo. Clara’s fell to her shoulders and still a bit below.
- I am – she said. – I used to have it short before I got married.
She had let it grow so she could do something with it for the wedding. She thought she remembered. And, she saw then, that’s how Tamsin had it in the storybook by the lake when the dog had got lost. She also had it long, as long as her, in the books after the marriage. She tried to put it out of her mind by thinking of other things, but her body started reacting in a way she didn’t predict. Her shoulders were tense, her breathing unsteady, fuck, it was horrible!
She drove back home risking being stopped by the police on account of the speed or the overtaking of other cars. She went directly to the attic and took all the books in the chest until she got to the one at the very bottom. She opened it on the first page, Tamsin is having dinner with Pete. Her hair tied up in a ponytail. She went directly to the last page where Tamsin is walking out of the hairdresser with shorter hair, boyish looking short hair. She took a step back and leaned with her back against the wall. She let herself slide down the wall until she was sitting on the floor. The books lied in front of her. She took the one that preceded that which she had just looked at. Tamsin is having a coffee with her best friend, then she goes back home and looks for candles in the attic, but there’s nothing about the chest. Things started to spin around her.
- I can’t remember much about my childhood – Clara said to Isabel. They were walking by a forestry area in the town outskirts. – I mean, I remember notions, but not specific details.
She hadn’t been able to think about anything else since her last trip to the attic after getting her haircut. It had started before when she could not remember the year of her wedding. But since seeing the storybook, her memories, or lack of them, had been constantly in her mind. She had felt relieved, almost happy, when she remembered going on a motorcycle ride when she was a child. A red motorcycle, nonetheless. Then she recognised that that was as much as she could remember. It was more the notion of riding in motorcycle than the experience itself. There was no when, where or with whom information. Digging in, Clara remembered how each time someone enquired about her childhood, her go-to response was to describe it as a happy one. It was true, that’s how she felt about her young life. The problem was that felt was the right verb to use for she could not attach any experiences to the feeling. There seemed to be nothing concrete to reminisce.
No one worked harder at being a good husband than Peter. He was always thoughtful about how Clara felt about things. It was obvious to her that he cared about her happiness, just as she cared about his, and when you truly loved someone, you loved the whole person and accepted the little bits you wish were different. But try as she may, Clara could not stop thinking about those damn books and, inexorably, about her husband as she had started to think about both as one and the same. She was surprised to realise that she also resented them both. She fought the feeling, yet it lingered, twisting its roots around deep into her psyche and making itself present in a constant way. Tamsin as a function Clara, Pete as a function of Peter. Or was Clara a function of Tamsin? It was late, it was too late, she needed to sleep.
Breakfast had merged with lunch by the time she woke up. It was a good thing she was not hungry. She could not remember when she had finally reached a state of unconsciousness and barely recall Peter leaving that morning, trying not to make noise so she could continue to sleep. As she was having a shower, she felt the urge to go out and get out of the house. There were no chores to perform so she simply headed to the centre of town and walked through clothing and décor stores browsing thought things she had no intention of buying.
She was feeling better when she walked past the art museum, having bought a blouse on a whim that was probably too expensive. She, she thought, didn’t buy things on impulse, much less something so expensive that would be worthy of a birthday or Christmas present. And yet her mood improvement seemed attached inexorably to that same infringement of her standards.
Her eyes stopped on the banner above the museum’s gates and the familiar bowler hat and umbrella announcing a Magritte exhibition. She walked right in and queued to purchase a ticket. A board listed the different courses and tours offered by the museum, interpretative analysis of different painters or movements but also introductory, intermediate, and advanced courses on drawing, painting and sculpture.
Magritte had once described himself as a philosopher who used painting as a medium to share his thoughts. Clara felt this, how her eyes were seeing thought for the first time. She liked the man looking at his back in the mirror, as an observer of himself of “La reproduction interdite” and was enthralled by the misleading obviousness of the painting of a smoking pipe that declared that it was not a pipe of “La trahison des images”. But none of the paintings had the effect than “Le Fils de l'Homme”. Its simplicity: a perfectly symmetric painting of a man in a grey coat and a bowler hat against the background of stormy skies and a perfectly still sea. She was troubled by the disconnection of a sea that didn’t seem to understand that the sky demanded that it lose its calmness. Yet, for all the enthralling discomfort that the juxtaposition of the sea and sky created, it was the apple that most disturbed her. The apple, a large and green one, hovered in front of the man’s face, hiding it but for the corner of the left, blue, eye.
There was nothing in the painting to suggest movement. It was not falling and, besides, there were no indications of the existence of a tree from which it could have untethered itself. It simply, incoherently, was there. Without it, she thought, one would not necessarily pay attention to the man’s face. But its presence created the imperative need to know it. There was an element of frustration of not being able to know. The painting was less about what it showed than about what was hidden. The more it hid, the more Clara wanted to know what the man looked like and get a peek of the type of man he could be. It dawned on Clara that it was a painting and no reality existed outside of it. The man, put simply, had no face other than that each wanted to portray on him. And yet the urge to know what lied behind the apple remained.
She decided to acquire the exhibition’s picture book at the museum’s store. It was not difficult to find it. In fact, Magritte paraphernalia seemed to occupy half of the store’s available space. Behing the cashier there was again a board with the museum’s courses. She asked the woman about the drawing class for beginners. They had a two-week long introduction after which participants could decide to enrol in a six-month course with classes twice per week. The introduction started that same day at 3 pm. Clara looked at her watch, it was 1:10 and she hadn’t had anything to eat yet. She could go and have lunch and come back for the first class.
The room in which the class was held was in a wing at the back of the museum not visible from the street and overlooking the museum gardens. It was full of light and spacious. At first Clara was taken aback by the teacher. She didn’t seem to be older than twenty-five years of age and had a naïve face that made Lara doubt her knowledge. Not about drawing itself, but about teaching others to draw. Clara was not interested only on the technical aspects, but on composition. There were six other, four women and two men, all older than the teacher, who hadn’t spoken yet and was toying the computer’s keyboard. Clara locked eyes momentarily with another woman. She fought the impulse to look away and, instead, offered a faint smile and a nod. The woman muttered a ‘hi’ with her lips.
- Good afternoon – said a voice full of authority. Clara turned her eyes in the voice’s direction and found herself looking at the young teacher, who no longer seemed naïve nor unexperienced. – My name is Natalie. Welcome to the introductory course on drawing.
The next two hours went by in a flash. Natalie had spent the first half offering a story of drawing, focusing mostly in the role it had played in the creation of some of the greatest painting masterpieces but also its influence in modern culture, from comics to political cartoons. She had also covered the evolution of techniques and even the use of computers in drawing. The presentation had not only been enthralling, but it had made Clara want, need, to learn to draw. As on cue, Natalie ended her presentation by passing around drawing pads and pencils. She had everyone’s undivided attention.
When she walked out of the museum that afternoon, she couldn’t wait for the next session to arrive.
- That was something.
Clara turned her head. She recognised one of the two men in her class. She had noticed him before. His questions, opposite to others, were clearly not designed to draw attention or show some pretended knowledge of drawing, but precise and, Clara had found, useful to her also.
- I loved it! Didn’t you? – she said.
- I’m certain to come back tomorrow if that’s what you mean. Are you?
- Without a doubt. I can’t wait.
Clara felt she had to say something more but couldn’t think of what. Following a brief silence, the man said: “see you tomorrow, then” and walked away.
It was six pm by the time she got home. There was still enough time to cook something for dinner before Peter arrived around seven. Clara, however, felt no desire to do so. She remembered that the small supermarket a block from her house had freshly grilled chickens which they provided with chips.
She asked the man at the supermarket to cut the chicken in parts so when she arrived back home, she distributed them in two plates along with the chips. She placed one of the plates in the microwave and sat and ate the contents of the other. When she finished, she went to her room and turned the TV on. She was watching it when she heard the front door opening. Moments later, Peter was looking at her from the doorframe.
- Hey! – he said.
- Oh, hi – she glanced in his direction and then returned her eyes toward the TV screen. – I left your dinner in the microwave. All you have to do is press the On button to heat it up.
- Are you not feeling well?
- I’m fine, thanks. I just want to finish the Blacklist episode I started yesterday – Clara said, her eyes locked on the screen.
Peter stood there for a few seconds, then turned around and left.
For the next two days she focused on the drawing lessons not as if they were starting to learn, but as if a final test was coming and she needed to know how to draw perfectly already. It worked well, she thought to herself, to keep her mind from wandering into subjects she didn’t like, her so-called life, for instance. She had already gone through one scratch book and had started another when, she noticed, most of her classmates had used less than a dozen foils. Peter had accepted her new “passion” as he had referred to it and, the second day when she excused early from the dinner table had said:
- I’m glad you found something you enjoy so much.
She had looked for any irony in his voice but, instead, had found something worse: condescension.
- Hey! – said a voice as she was leaving the museum. She turned around to find the man in her class she had crossed words with the first day.
- Hey! – she said.
- I never asked you for your name. I’m Nick – he said and put his hand forward.
- Tamsin – she said and shook the extended hand. - I’m Tamsin.
It was the name she had written in the admissions form not knowing why and at that moment she decided to continue with the alias.
- Listen, I usually go to a nice coffee shop just around that corner over there after class – he pointed to the right. - Do you want to join me?
Clara looked at her watch, it was early, and she knew it. She had looked at her wrists as an impulse to get herself off the hook.
- Listen, I understand if you are busy. It’d be another day – said Nick.
Clara realised she actually felt like going for a coffee with Nick.
- I still have at least half an hour. I’d love to have a coffee. I can definitely have a coffee.
They started walking in the direction Nick had pointed a moment earlier.
- Do you always say everything twice? – Nick gave her a mocking smile.
- I don’t say everything twice. I’m positive I don’t say things twice – she said turning her head in his direction. He raised an eyebrow.
- Of, fuck! – said Clara, but she was laughing.
The coffee shop was nicer, quainter, than Clara expected. She had probably walked past it several times and had never noticed it.
- How long has this been here? – she asked when they were seated.
- No idea. At least since Monday.
- Ha! Very funny
- You don’t seem like a drawing artist – said Nick.
- Well, I like you too, Nick!
She expected him to react with some sort of apologetic gesture, but he didn’t.
- No, really! You’re too clean cut. Painters and drawing artists are messier. Maybe you should try photography. If you want to be in the visual arts, I mean. Photographers are like Annie Liebovitz, more demurred, more stylish.
- Annie Liebovitz, ha?
- Or Diane Arbus. That’s an option.
- Note to self: start taking pictures of freaks and inbreeds so you can be like Diane Arbus. Don’t forget to find a creepy pair of The Shining-like twins.
She was smiling. She became conscious of the fact. And she relaxed.
The following Monday, already into the second and last week in the introductory course, Clara went again for coffee with Nick on two occasions. The second was on Thursday, which was also the final session. Nick informed Clara that he would not be joining the full beginner’s course.
- Why? – said Clara disappointed.
- I simply cannot commit to coming every afternoon. Work and kids would make it impossible.
- Kids? You didn’t tell me you were married.
- You never asked, but I’m not married. Their mother and I divorced three years ago.
- How old are they?
- Kate is ten, Will is eight.
Half an hour later they were outside.
- I guess this is goodbye – said Clara.
- I guess it is – he paused. – But it doesn’t have to be. Do you want to meet here again next Thursday? I would love to see you.
Clara smiled.
- Thursday it is.
- Are you going to show me your drawings? – said Peter one night while they were having dinner.
- What do you mean? – said Clara.
- Nothing, that I would love to see the result of your efforts. I’m sure they are great.
- Thank you, my instructor thinks some of them are – said Clara in response to his condescension.
- I don’t know why they wouldn’t be. You have always been good at anything you put your mind to.
- What is it you liked SO much about “The adventures of Pete and Tamsin”?
- Wow! That was quite a change in subject.
- Well, what was it? – said Clara, unable to sound gentle.
- Will you show me your drawings if I tell you?
- Or maybe not.
- I just liked them. Never analysed why. But I guess that won’t be enough of an answer for you – he said now serious.
- I guess not.
- I imagine I liked how perfect their life was. It was always fun, they never fought with each other and liked to do the same things. The had the life anyone would like to have.
- You mean any couple would like to have.
- Yeah, I guess so. Whis is this so important all the sudden? It was just a comic book I read when I was a kid.
- It’s nothing – she said, realising that she didn’t want to disclose what she knew. – Just forget I asked.
- OK.
Clara jumped from her seat and rushed out of the room when the class finished. She had to restrain herself from taking the steps outside the museum two at the time. When she got to the stoplight, she looked in the traffic’s direction. There were no cars coming. She crossed the street before the pedestrian light had gone green. She saw him as soon as she turned the corner and had a view of the coffee shop. He was standing by the door and waved in her direction. She waved back and picked up the pace. He was walking towards her. There were maybe ten metres between them. Then five, then two. When they met, they went into each other’s arms and embraced.
- Oh, I’m so glad to see you! – he said.
They moved their heads back to look at the other’s face but kept their arms holding the other. She tilted her head up and they kissed.
Pretending was not in Clara’s nature. That evening at dinner she had the chance to find out the hard way. She could’ve had dinner before Peter arrived, just as she had done numberless times in the previous weeks. But it had felt horribly wrong to do so. It would be punishing Peter for her own behaviour. But also, she felt the urge to make it up to him, to give him something he would like to atone for what she had done to him. She thought of doing it by opening a bottle of red wine she had been saving for a special occasion and cooking the Spanish-style meatballs he liked so much. What she didn’t expect as she prepared the food and set up the table was how difficult it would be to look her husband in the eyes. That led her to look at her plate and talk about the food and criticise it as subpar despite knowing that it was probably the tome the recipe had come out best.
- Are you kidding? They are better than ever! – said Peter.
She then let her eyes wander around the room looking for imperfections to talk about, whether this vase would look better in a different place or if the colour of the cushions on the sofa was already passé. As she was talking about this, she felt Peter’s hand on hers. Her eye-dodging options exhausted she turned her head towards her husband. He was smiling at her with a tenderness she knew well, one she would lose if he knew.
- You OK? – said Peter, tenderly.
Clara’s face broke into a grimace that turned into a long sob. Peter stood to kneel beside her and put his arms around her. Clara wanted to turn in his direction, but her guilt prevented her from doing it.
- You are so good, Peter, and I’ve been horrible to you – she said unable and unwilling to say more. She wanted to, a part of her did, but the other, the dominant part, was not ready to face the consequences of doing it, of speaking the truth.
Peter said nothing, he just continued to hold her and his her the top of her head. He did this for more than five minutes.
- Why don’t you go to bed? You look tired. I’ll clean up – he finally said.
She did. An hour or two later, she couldn’t tell, she felt Peter slip under the blankets. When, a few minutes later, she heard his soft snoring, she got up and walked out of the room.
She opened the chest and started to get the books out, first rapidly and then, as she reached the lower ones, more slowly, placing them with great care on a pile. She held the one at the bottom in front of her, afraid to open it, knowing what laid inside. She took a deep breath and flipped through the pages violently. When she got to the page were Tamsin leaves the museum and rushes to the coffee shop, she stopped. The following two pages showed Tamsin and Nick kissing, Tamsin and Nick holding hands while having coffee, Tamsin and Nick walking towards and then entering Nicks apartment… Clara stopped, she looked at the following frames with her eyes squinted to make the images blurry, until she recognised the colours and shape of her kitchen. By sheer luck the first frame started a new page. She put a finger on it and flipped back until the page where Tamsin and Nick kissed. She then held them and pulled to tear them off the book. Once untethered, she carried on tearing them into small pieces. When she was done, she put the pieces in a small plastic bag. Then she started flipping back from that page until she found all and every frame with Nick in it and give those pages the same fate. Clara placed the books back into the chest and went down to the garage, where the large trash bin was placed. She moved its contents to a side so she could place the plastic bag near the bottom, under all the other things she wanted to get rid of. Then she went to bed.
The following day Clara went again to the coffee shop where she had agreed to meet Nick when they said goodbye the previous day. She arrived a good eight minutes before the agreed hour and waited for him to show up. When it came, he didn’t show up. She waited for half an hour more but there was no sign of him. And Clara needed to speak with him. She needed to tell him that the previous night had been a mistake, that it had made her come to appreciate how much she loved Peter, that they could not see each other again. She, alas, had to go back home with a heavy heart. That night she barely could sleep. She spent most of her sleepless hours looking at Peter, imagining their future together and fearful that it may never happen. Destroying the pages had done nothing to ameliorate her feeling of guilt. By the wee hours of the morning, as the fatigue and the stress finally took over and forced her eyes close, she knew what she had to do the next day.
The bank branch where Nick worked was on a high street. It was a large one and it took Clara a few moments to spot him. He was sitting at a desk. A sign above it instructed visitors that was where mortgages and loans were requested. A young couple were sitting in the two chairs across from Nick. Clara stood to the side not to make herself too conspicuous. A few minutes later the young couple stood up. Nick did the same and walked around the desk to shake their hands as they departed. Clara approached him. When he noticed her walking in his direction, he took a step forward to meet her.
- Good morning, how can I help you?
- I need to speak with you, Nick.
Nick frowned.
- Are you in need of a loan or a mortgage? – he said. – How do you know my name? were you referred to me by another customer?
Clara stood speechless, mouth aghast, looking for any clues in Nick’s face.
- Do you prefer that we talk somewhere else? – she said.
- Lady, this is most strange, I confess. What is it you want to talk about?
- I’m sorry, I made a mistake – she said as she felt her face blush. She briskly walked to the exit and kept going until she felt she was far away from the bank that it couldn’t reach her. She knew a building didn’t move but she walked until she felt outside of its circle of influence.
She was more than three blocks away when she looked back, hoping the bank was no longer within sight, and failed to see the trench that had been dug across the pavement. The pain stroke her as her left foot went right into it while the inertia made her body continue to move forward. She landed on her elbows. Her foot had released itself from the hole and she rolled to the right until her whole body came to a complete stop. People immediately started to gather around her. A black woman a few years younger than her put her hand below Clara’s head. Clara tried to say something, but the fall had depleted her lungs of air. She felt embarrassed and made a motion to right herself up. It hurt, the elbows, her back, all over, but especially her left ankle.
- Lay down – said the young woman. – It’s ok.
Her voice reassured Clara. It was calm and, is seemed, knowful.
- Do you want me to call an ambulance? – said a middle-aged man.
Peter arrived at the hospital when she was having x-rays. She had called him from the ambulance that Emily, the young woman who had helped her, had taken with her. As it happened, she was a registered nurse and had asked the driver to take them to the hospital where she worked so she could make sure Clara was tended to quickly. When Clara was rolled in a wheelchair out into the ER waiting room, it was Emely who she found talking to Peter. They both turned their head as the automatic doors swinged out. As they approached the distraught look on Peter’s face called her attention. She instinctively tried to make light of the situation.
- I see you have met my guardian angel. – said Clara with a shy smile.
- My God, Clara! How do you feel? – Peter’s eyes were glassy with a hint of tears. He knelt down beside her and took her hands in his.
Clara looked at her ankle. Despite the bandages, the swelling was noticeable.
- It seems I was luck. Nothing is broken, but the sprain ankle is not going to allow me to do much for a while. Let’s see what the doctor says.
- She’ll be fine – said Emily in the direction of Peter. He turned his eyes up to her.
- You think so? - he said, seeking confirmation.
What came next took Clara completely by surprise. Peter asked to be able to work from home so he could take care of his wife. It had started already at the hospital. The way he insisted on pushing the chair when they were called to see the doctor, who had confirmed the sprained ankle and recommended Clara didn’t put any weight on it for two weeks and then gradually with an ankle support for one more month. Clara had found it funny, but mostly endearing, how worried and out of his depth Peter looked in trying to help. Not sure how to help her move with the crutches she had been provided with, whether to do something to assist her in getting into the car, where to place the crutches. His face looked as if anything and everything he did was of the utmost importance and could result in unthinkable consequences for Clara. As the scene with the crutches repeated itself when they arrived home, and she looked at Peter moving like a character in a silent comedy, Clara felt a warmth she could not remember ever feeling before. The spell was only broken by the memories that had led her to rip the pages off the book.
Every morning, when she woke up, Peter would already be preparing breakfast for the two of them to eat together. He would order food when he didn’t have time to cook, which was most days, but would always take time for a proper sit-down and eating in her company. He would not even answer work calls in his mobile phone while they were having lunch. In between meals, he would pass by to offer her a coffee, or simply to ask how she was doing, often leaning down to kiss her hair. When, the next Saturday, he was about to get up way earlier that he used to, she assumed to get her breakfast, she tuned to him:
- Stop it.
- What? – he was sitting on the edge of the bed and turned his head to look at her.
- Taking care of me.
- I want to take care of you. – he said astounded.
- You can take care of me by cuddling me. – she lifted the sheets.
- I’m scared I could hurt you.
- Don’t worry, you won’t.
She felt back asleep with her head against his chest. She felt home.
Clara took out the large foils and placed them on the floor. They laid on a not so tick deck of approximately twenty. She had been able to continue her drawing course by videoconference. She took a large ruler and measured up from the bottom-left corner and made a small mark on the border using a pencil. She then did the same horizontally. She set the ruler along the border and placed a large triangle to get a 90-degree angle and made a line, repeating the process to get a perfect rectangle. Using again the ruler, she used a cutter to take the excess material out.
She took the first of the foils and, with the use of the pencil, ruler and triangle, segmented it into smaller squares, three to the side, four down. Separated by thin, channel-like spaces between them.
She opened the chest and took all the books out until she reached the one at the bottom. She opened it by the back cover and paced it on her drawing desk. She then took the foil she had just created the squares in and placed it on it. It fit perfectly. Same size as the pages within the book. That last page showed Tamsin going into an art supply store.
Clare placed the book to a side and laid out the foil on the drawing desk. Once she had secured it with small pieces of masking tape on each corner, she sat in front on it and got a drawing pencil out of the drawer. She started to draw as the first drops of rain started to hit against the window.
When she was drawing, she realised, she entered a type of trance in which the constant self-awareness of the past few months faded away and disappeared with the first sketches.
She drew Tamsin coming out of the art supplies store, walking with the help of a cane, her ankle strapped with a support device. She was smiling, determined. As she continued to draw Tamsin stopping at a terrace to have a glass of wine, memories started to materialise in Clara’s head.
Her mother’s face as clear as if she was sitting next to Clara, her features specific. A spot in the carpet, where her father had once dropped some wine. Her first period and the gossipy talk with her best friend that ensued. A returned glance in the direction of a boy in high-school, and the feeling of blushing in her cheeks. Each full of nuance. Each and all, memories of her own.
Clara continued to draw until she reached that very moment. All that was left was to draw what came next. Not Peter pushing the storyline, even if he was in the drawings, not an unseen, invisible, force. Her.
She paused and looked out the window. The drops of rain had stopped in mid-air. On the other side of the street, a man extended his hand, trying to reach the hat that had been ripped of his head by the wind. The hat stood motionless in front of him, as if waiting for the man to move and get it. A bird stood frozen, hovering in mid-air, its eyesight set forward. Clara turned towards the desk. As she resumed drawing, she could hear the drops of rain hitting the window once again.
Second Prize Short Story in English - Faculty and Staff
Bollywood queens are not dancing today
Author: Ana de la Vega
Assistant at IE Foundation
February 28, 2018: a pile of unsolved cases clutters the desk of Captain Ahmed Hossain, 44 years old and 20 of them dedicated to serving the country. Since many months ago, there have been many disappearances of Rohingya children in the refugee camp of which he is in charge, 'Hakimpara'. But one disappearance occupied, nowadays, his mind most of the time. Noor Rahzid, 13, had been missing since the eve of January 7 of the present year. Without a trace. The girl had last been seen at 7.25 a.m. when she left her precarious hut1 to fetch water from a nearby well. He remembered the girl vividly. He was the one who registered her and her mother Fatema on the day they arrived in Bangladesh from their country, Myanmar, fleeing the violence that had killed her father and three brothers, leaving mother and daughter alone. From that moment on, they had only each other to lean on.
August 23, 2017: the sound of gunshots and screams woke the night. The Rahzid family slept next to the warmth of the embers that still had remnants of their dinner. The father, Aman, was startled awake when he heard screams coming from the house of the neighbouring Uddin family. He sensed his own family was in danger, but he barely had time to alert them. The door spurts wide open and two soldiers burst into the house. Aman and two of his sons, Abul and Hasan, aged 15 and 9, were led outside. They were forced to their knees, begging for their lives. Abul and Hasan died embraced by their father, who could not save them from the death foretold. The three of them were riddled with bullets without any mercy. And thrown into a mass grave2.
Fatema howled like a wounded wolf when her six-month-old baby, Abdullah, was taken from her. The little boy was clinging to his mother's arms. One of the soldiers managed to snatch him from Fatema's protective lap. He threw him against the wall. The soft skull cracked open like a watermelon. Then he threw him into the fire. Little Abdullah was burnt to ashes.
Fatema was hit repeatedly. She barely felt the axe on her chest. She thought she was dead. She was not aware that she was raped 1...3...4 times. With viciousness, with contempt, with utter disdain for human beings. She lay unconscious on the floor. They left her for dead. They did not notice Noor who remained hidden behind the closet where her mother kept the blankets.
August 24, 2017: Noor spent the rest of that horrific night by the side of her mother Fatema, cleaning the wounds and blood from her face and body and giving her sips of broth made from the rice stored in the cupboard. Her infinite love has succeeded in bringing her mother back to the world of the living. They are aware of the fact they are alone and helpless. And that the danger has not passed. If the soldiers return, they are sure they will not leave them alive.
September 3, 2017: barely ten days have passed since the fateful night of August 23. Days and nights trudging wearily through the forest, feeding only on fruit from the trees and water from the streams. A line of survivors - men and women, elderly people, teenagers and children, many of them orphans - form a living picture of desolation and helplessness. Many of them carry the open wounds of the most extreme cruelty of which human beings are capable and the unfathomable guilt of not having been able to save their loved ones.
September 5, 2017: Fatema and her daughter Noor reach 'Hakimpara', one of the 34 Rohingya refugee camps in Bangladesh. They have not arrived alone, but with hundreds of other Rohingyas, exhausted, injured, hungry, and utterly broken in spirit, forming an anxious queue outside the Register Office.
Captain Hossain: "Please tell me your name, surname and age for you and the girl".
Fatema: "My name is Fatema Rahzid and I am 35 years old. My daughter's name is Noor Rahzid and she is 13 years old. We lived in Tula Toli village in Myanmar".
Captain Hossain: "Tell me Mrs. Razhid, are there any other members of the family with you?".
Fatema: "No sir. My husband and my 3 other children were killed by the Burmese military", Fatema answers in a whisper. Her big brown eyes are covered in tears.
Captain Hossain takes a closer look at mother and daughter. The mother has clear signs of recent injures both on her face and neck. The rest of her body was covered by the tattered sari she wore. But her expression deceives no one. It is the living image of suffering and vulnerability reflected in a face that only a few days ago was beautiful and youthful looking. The daughter, on the other hand, has no apparent signs of physical damage. However, the psychological damage is perceptible. She has not taken her eyes off the ground at any time and is shaking like a leaf clutching her mother's skirt. Eyes that were the talk and envy of the other mothers in their village. Of a deep emerald green colour. Two immense, beautiful stars framed in an alluring adolescent face. Wonderful eyes that betrayed an infinite sadness.
Ahmed Hossain is used to the tragic stories he, day after day, hears from every Rohingya survivor who arrives in the camp. He is sensitive to the cause and does not allow each name to be just a number. Behind each person is a story that deserves to be told and a life that deserves to be lived with dignity. When he sees these grieving mothers, these terrified children, these elderly people with hardly enough strength to support themselves, he can't stop thinking in his own family. But he does not have the means to help all of them as he would like to. A refugee camp is an inhospitable place. No human being should be forced to live like this.
Captain Hossain adjusts his wide-rimmed black glasses and stamps the document in his hand, sealing the fate of Fatema and Noor Razhid. From that day on, both will live in Sector D of 'Hakimpara', the sector for Rohingya widows. They will be assigned a hut to stay in. Each day they will be required to go to the Food Distribution Centre and Noor will have a place reserved for her to attend one of the schools that each of the many NGO’s operating in the area have built in the camp.
January 7, 2018: dawn breaks like any other day. Being a widow in a refugee camp is an even harder task. Fatema no longer recognises herself as the proud and enthusiastic woman she used to be. If it weren't for Noor, she might have committed suicide, as she knew many widows in India do. But it is her precious Noor who gives her the strength to carry on with her life. Her little Noor. That determined teenager who was always cheerful back home in Myanmar. The pain of having lost three of her children and her husband is unbearable for her. She does not understand how anyone could take the lives of such innocent children. She looks at her daughter. Since that fateful August 23, she has not seen her smiling again. Her beautiful green eyes no longer sparkle as they once did. Her only illusion is to take her backpack (given to her by an NGO) and attend school, as she does every morning. She has always enjoyed doing her algebra homework and learning English, her two favourite subjects. Her mother knows that every morning she sits in a secluded corner and listens attentively to the teacher's lessons. But... Noor hasn't made any friends yet. Her character has changed and she is now a taciturn and elusive girl. She keeps the drawings she makes at school under her bunk. Noor draws military men shooting men and boys. Slashing women. Setting villages on fire. Red predominates over any other colour, a clear symptom of the trauma she has suffered. There in Myanmar remained her precious notebooks where she used to draw the placid life of her village, the rice fields, the mango trees, the oxen ploughing the fields, the domes of the mosque gilded by the late afternoon sun. Her family: father, mother, Abul, Hasan and Abdullah. None of that exists anymore. Everything has been reduced to ashes, just like the pages of her notebooks. Except for her mother Fatema and her. Driven to a life without hope.
Fatema: "Noor, we have hardly any water and I need it to boil the rice".
Noor: "Ma, when I come back from school I will fetch it".
Fatema: "My love, by the time you come back from school it will be late. Please, if you can go to the well now".
Noor: "Ma, I don't want to be late for school but... okay... Don't look at me like that, I will go now".
Noor picks up the pitcher and leaves the hut in direction to the well, which is only 1 km away. It is 7.25 in the morning.
8.15 a.m. Fatema anxiously leaves their hut to see if she can see her daughter coming back.
8.20 a.m. Fatema wonders why her daughter is taking so long. Especially when she has to go to school and hates being late.
8.30 am. An hour has gone by and Noor has not returned. Fatema, on edge, asks the neighbours if they have seen her daughter. One of them, Moosavira, tells her that she saw her walking away on her way to the well, and that was a long time ago. She well remembered that Noor was carrying the pitcher under her arm.
8.50 am. Fatema wonders if her daughter has forgotten to pick up the water and has gone straight to school. She looks at her backpack placed next to the door. She wouldn't leave without it. And she wouldn't go to school carrying an empty pitcher. What could have happened?
9.10 am. Outside Fatema’s hut a gossiping group of widows and other neighbours has gathered. They are talking in a huddle, coming up with a thousand hypotheses. Maybe Noor has met a school friend and is now just having fun with her. Maybe she has strayed off the road and got lost. Maybe the queue to collect water was too long... But Noor has been out for almost two hours already. It's not like her to be so late.
9.20 in the morning. Fatema, anxious, decides to go out to the school to check if her daughter is there. The school is 3 kms away. Fatema runs towards the school like hell.
Mohammad (Rohingya teacher): "Good morning Mrs. Razhid, how can I help you?".
Fatema: "Is my daughter Noor in the classroom?".
Mohammad: "No Mrs. Razhid. I was surprised not to see her today, has something happened?"
Fatema: "She went out to fetch water and I haven't seen her since. Please, I beg you for help, what can I do?".
Mohammad: "Calm down Mrs. Razhid. She is just a teenager. She must have changed her plans. Go home and wait for your daughter to arrive. I'm sure she's about to".
Fatema: "Thank you Mr. Rehman. Insallah."
It is 10.40 in the morning. There is no sign of Noor. She seems to have been swallowed up by the earth. The curious crowd is getting bigger and bigger. For Fatema, these women are just gossiping and hanging out, no one offers any support to go out and look for her daughter.
Fatema can only think of one place to go for help. The Register Office. Everywhere she looks there are crowds of people coming and going. She scrutinises all the young girls who pass her. None of them is Noor. Tears start to run down her cheeks. Her thoughts are racing. She doesn't want to think about what would happen if she loses Noor. She is her only reason to live. "Noor, where are you? Please jan3, I need you so much".
Captain Hossain feels a knot in his stomach. In front of him is a shattered Fatema. The woman repeats and repeats endlessly that she has not heard from her daughter since she saw Noor leaving with the water pitcher at 7.25 in the morning. In a panicked tone of voice, she implores Ahmed Hossain for help.
Fatema: "Captain Hossain, are you a father?".
Captain Hossain: "Yes Mrs. Razhid, I have four children. It is not difficult to put myself in your place".
Fatema: "Noor is the only thing I have left in this world. Please help me find her. It's not like her to disappear like this, something bad must have happened to her," she says in a voice torn with the deepest dismay.
Captain Hossain: "Mrs. Razhid, do you have a recent photograph of your daughter Noor?".
Fatema pulls out an old raffia bag and takes out a leather wallet. With trembling hands and glassy eyes, she looks at a family photo, representing the beautiful family they all formed not so long ago, even though it seems centuries ago to her. In this photograph Noor is smiling and proudly posing dressed in the uniform of her school in Myanmar.
Ahmed Hossain is unable to look at this grief-stricken mother. What more misfortunes could befall her? She has already lost three children, there is no way she can lose another. He knows, with all too much certainty, that many children and adolescents disappear every day in his camp, 'Hakimpara’. And that little or nothing can be done to try to find them. The same happens in the other neighbouring refugee camps such as 'Kutapalong', 'Balukhali', etc... Noor's face, too beautiful to go unnoticed, cannot be taken out of his mind. Just as she glows in the photo her broken mother holds in her shaky hands.
Captain Hossain grabs his phone and makes a call. "Shaheen, come to my office immediately". Instantly Shaheen, a young police officer, appears.
Captain Hossain: "Shaheen, I need all possible backup. I am issuing an APB for 13-year-old Noor Razhid. This is her photo, please make several copies and distribute them to colleagues. She was last seen at 7.25 am. today. She was leaving her house, in D block, heading towards the public well to collect water. I am commanding all available resources and patrols to prioritise locating this young girl. Keep me informed of any developments, no matter how insignificant they may, a priori, seem".
January 12, 2018: The days pass slowly and anxiously. Fatema goes daily to the Register Office in the hope that there will be some clue that will lead to locating the whereabouts of her daughter.
Fatema: "Captain Hossain, have your men found anything?" she asks, as she does every morning, with an anxious tone and a slight hint of hope.
Captain Hossain: "Mrs. Razhid, we are doing everything we can. As you know, the priority is to find your daughter Noor. We know there are many people spreading rumours but, so far, no clue is reliable".
A day later, Fatema leaves the Register Office in despair. Locating Noor in a place the size of five football fields is like trying to find a needle in a haystack. She curses the moment she asked her to fetch water. She should have let her go straight to school, without forcing her to go to the well first. Maybe then she would have her by her side. The guilt, day after day, is slowly killing her. Her neighbours look at her with pity and murmur as she passes near by. She knows that they all believe her daughter is dead. But she, in her inner self, feels that her Noor is alive and from somewhere deep inside, she is begging for help. But how can she find her? Where can she start looking? If someone has seen something, it will not be easy for them to reveal it in the face of possible and more than likely threats. A refugee camp is not just an inhospitable and hostile place. It is dangerous and there are many bad people, mafias, drugs dealers, fights, kidnappings, murders. Fatema pushes all these thoughts out of her head and concentrates on her lovely daughter. They only had each other. Now they are both alone. And they are both afraid.
January 11, 2018: Noor looks around her. The room in which she now lives is asphyxiating her, getting smaller and more suffocating by the minute. This is what a bird in a cage must feel like, she thinks. On the musty green walls hang faded posters of Bollywood films. Beautiful women smiling as she can't remember smiling since that fateful night in August 2017. She can't help but feel a certain envy of these women who seem to stare defiantly at her. A rickety, noisy fan blade hangs from the ceiling. A narrow bunk and a hole in the floor next to a grimy plastic bucket is about everything seen in this hostile room. Noor closes her eyes and tries to isolate herself. But her mind plays its trick and takes her back to the morning of the 7th. Only a few days have passed.
January 7, 2018: Noor rushes out of her hut carrying the pitcher. She doesn't want to be late for school. She has an English class first thing in the morning and her homework is very well prepared. Attending school is the only thing that cheers her soul. If she can get to the well before the queue forms in front of it, she will make it on time. It is early, but there are already many women and other girls like her making their way to the well. They all prefer to do it in the morning, not to leave it too late because as soon as it gets dark it is not advisable to leave the hut. Sometimes Noor feels uncomfortable in front of the leering stares of many men. Some even hurl obscenities at her. She tightens her pace.
Man: "Beautiful, where are you going?”. Noor ignores him and continues walking away.
Man to man1: "These Rohingya girls are so surly" and spits some betel4.
Man1: "Rahul, did you notice her eyes? We could make a lot of money".
Man: "Uhhmm... I'm sure Madame Khan would be pleased, no doubt. She's always been very interested in young virgins".
Rahul and his friend Saiful set the pace and follow Noor. The girl, seeing them following her, runs away, dropping the pitcher. Since she has been living in 'Hakimpara', she is used to indecent comments and innuendoes. But men have never gone beyond words. She senses that these two are not to be trusted. They manage to catch up with her and close in on her.
Saiful: "Pretty girls don't run, they might fall and hurt themselves. And we wouldn't want a sweet girl like you to get hurt, would we?".
Rahul: "Those pretty eyes must have a name, what's your name gorgeous?".
Noor looks both ways to see if there is any possible escape. Even if there was, fear has paralysed her. She is stuck to the ground, her legs feel like butter. Not a single scream escapes her mouth.
"Look pretty girl, don't even think of screaming because I'll kill you right here," Rahul exclaims as he pulls a knife out of his trouser pocket. “Now you're going to behave and do everything we tell you to do, understand?".
Noor, terrified, manages to nod her head. She can't stop the tears and chokes back a sob. She knows what is going to happen. The same thing that happened to her mother back home in Myanmar. They will take her to an open field and rape her. Leaving her lying there, broken with shame and pain. How can she tell her mother? She has suffered enough. This will drive her to the depths of despair. They would never feel safe again. But where else can they go? They can't go back to Myanmar and they don't have permission to leave 'Hakimpara'. She wishes she was dead like her father and brothers and thus spared the humiliation of being raped.
January 13, 2018: Fatema's strength is failing. She barely eats, she can't sleep. The hours are endless. Except for the kind and patient Captain Hossain, she finds no solace in anyone else. Not a day goes by without her going to the Register Office in search of some hopeful news. Day after day it is the same: there are no clear clues, each and every enquiry leads to dead ends. Noor has vanished into thin air.
January 7, 2018: Far from taking her to a wasteland, the two young men escort Noor, one on each side, threatening her if she even thinks of shouting or calling for help. They pass through the market, which at this time of day is beginning to welcome its first customers. Nearby, a row of tuk-tuks5 also waiting for passengers. The three of them head there and Saiful talks to a driver. They negotiate the fare and then get into the tuk-tuk. Noor tries to resist but it's no use, these men are not going to let her go. Only Allah knows what fate awaits her. With unstoppable tears running down her face, she finds herself in a tuk-tuk that is departing from 'Hakimpara'. This also means leaving her mother behind. Noor has not stopped thinking about her for a single second. The thought of her mother worrying about her is a source of infinite sorrow and deepest grief. Will her mother survive her loss? Noor senses that she will never see her again.
January 11, 2018: Noor hears the sound of the key unlocking the padlock on the door. She knows what it means. It is not the key to freedom but all the opposite. It is the key that opens the door wide to absolute panic.
Madame Khan: "Get up stupid girl. There is work to be done. I paid a lot of money for you and I have to get it back. Or do you think you're going to spend your days with nothing to do but stare at the ceiling and get free food? It’s clear enough for you?”.
Noor is unable to hold Madam Khan's steel-cold gaze and does not look up from the cold and bare floor. She feels frightened and weakened. The food is just a small ration of sticky rice and a crust of bread. It is little food. Anyway, she is not hungry either and always pushes her plate away, never even tasting it. She thinks that starving to death is a much better option than staying locked up in that filthy room for the rest of her life.
January 7, 2018: The tuk-tuk stops in what looks like a small, bustling town from where the blue of the sea is to be seen. The sea. How Noor would have loved to walk along the shore with her whole family. She closes her eyes and recreates the image. Abruptly she opens them again. It is too painful to bare.
Rahul: "Saiful, I think we should stop for a quick lunch before we catch the bus".
Saiful: "Yes, I think it's a good idea. I'm starving".
Rahul to Noor: "Rohingya trash, you'd better keep your mouth shut". He again threateningly sticks out the edge of the knife from his pocket.
The bus, green in colour and with broken windows, is full of people. There is not a single free space. From her cramped and uncomfortable seat in the back, Noor watches the passengers. An attentive husband helps his wife carry her heavy bag into the compartment. She wears a colourful sari and carries so many bracelets that they jingle together every time she moves her arms. She remembers that her mother always wore gold earrings and a heart chain, a gift from Noor's father when Hasan, the eldest of the brothers, was born. The military broke into their house one day and took with them all the jewels her mother kept in a beautiful silver box. They also took all the farming equipment and many kitchen utensils as well as sacks of rice and cereals. Two friends enter the bus chatting animatedly about their studies at the university. Noor closes her eyes, she will miss all her classes. She angrily clutches the hem of her dress. In the front seat is a young mother with a baby on her lap. Although his mother tries to soothe him, his crying seems to be of no consolation. The skull of her brother Abdullah, smashed against the wall. The rattle of the rickety bus lulls Noor into a nightmare. When she wakes up it is already dawn. From the dirty bus window she can see the bustling life of the city. The bus drives through the streets, full of open air markets selling everything from vegetables to car tyres; mothers accompanying their children in pristine school uniforms; people waking up on the pavements; grubby children begging for alms; the traffic seems to have gone mad: cows crossing, cars honking, huge buses, tuk-tuks... Noor, amazed, doesn't miss a single detail from her window. The city seems huge to her. But also dark, unwelcoming and inhuman. The knot in her stomach tightens even more. Why has she been brought here?
"Dear passengers, welcome to Dhaka's Mohakhali Terminal. Please make sure you have all your belongings with you before leaving the bus".
January 16, 2018: Captain Ahmed Hossain keeps staring at Noor Razhid's photograph, wondering what could have happened. The theories are many but the loose ends are totally loose. No one has seen or heard anything. Even having been a witness, whistleblowers always meet a tragic end. No one dares to say anything. Ahmed Hossain senses that Noor has been kidnapped. There are many child traffickers roaming the camps. No one names them or puts a face to them, but they are there, always on the prowl. The resources to stop this mafia are limited. Not even the NGOs, with all the means and money available, have had any success in putting an end to this scourge that plagues the refugee camps scattered all over the planet. Noor Razhid's case is keeping him awake at night. Never before has he been so personally involved. He cannot get the suffering of this mother, one of many, out of his mind. Something inside him stirred the day he saw them arrive together at the Register Office.
"I promise I won't stop until I find you," he says aloud, looking at the photo of Noor that he holds in his hands.
January 8, 2018: Rahul and Saiful force Noor into an old building that smells of mold and urine. The wooden staircase is steep and the planks are loose. The three of them enter a small living room, which is dominated by a dirty red velvet sofa and a yellow fabric ceiling lamp. Sitting on the sofa is a woman, around 50 years old, dressed in a blue sari with matching gold bracelets inlaid with blue stones. Noor is immediately repulsed by her sight. She doesn't like her cold, inquisitive gaze (the woman stares at her as if she was a goat in an animal market) or her plump figure, the soft flesh unfolding unpleasantly through the seams of her sari. The woman takes a cup of chai in her hands and raises it to her lips. She clicks her tongue.
Madame Khan: "Girl, you have a name, don't you?".
Noor, her head down and her eyes fixed on the tiled floor, manages to say, in a barely audible whisper, "Noor Razhid'.
Madam Khan: "Speak up girl, we can't hear you, and for you I am Mrs. Khan. Understand?”.
Noor, without taking her eyes off the floor: "Noor Razhid, Mrs. Khan".
Madam Khan: "You don't have an ugly name, Noor sounds nice. But we'll call you Ayanna here. Understood?".
Noor nods, still not daring to take her eyes off the floor.
Madam Khan: "Girl, put your head up, I want to get a good look at those pretty eyes of yours".
Rahul and Saiful rub their hands together. They know for a fact that those green eyes are worth good money.
Madam Khan: "So, Ayanna, how old are you?".
Noor doesn't answer.
Madame Khan insists. She reminds her, once again, that from now on she must answer to the name of Ayanna. She will not be Noor anymore.
Noor: "I am 13 years old. Please, I want to go back with my mother," she says pleadingly, her voice cracking with tears.
Madame Khan approaches Rahul and whispers something in his ear while handing him a wad of banknotes. Rahul happily nods his approval and Saiful and Rahul leave the room.
Then Madame Khan pulls out a bright pink dress of fine fabric from a cabinet drawer standing in the corner of the room. And also a pair of red high-heeled plastic shoes. Noor had only ever seen high-heeled shoes once in her life. They belonged to her mother. They were a beautiful shade of blue leather. Her mother looked so elegant in them. Madame Khan forces her to undress and put on the dress and the heels. Noor doesn't like to undress in front of anyone, she feels shy and tells Madame Khan so. She gets a slap in the face for all answer. The dress is so thin and sheer that she feels more naked than dressed. And the shoes are too big for her. She looks at herself in front of the mirror. The image the mirror reflects makes her feel dirty and ugly. She remembers that she is no longer Noor Razhid but Ayanna. She hates Ayanna. Her only wish is to go back to being the Noor Razhid who lived happily in her village in Myanmar.
January 14, 2018: Fatema finds no solace in Captain Hossain's ever-sympathetic and encouraging words. Her world has collapsed from the very moment her daughter Noor did not return from the well. Days go by in deep despair. She has thought more than once of taking her own life, but what if Noor returned? What kind of mother would leave her child alone?
January 11, 2018: Madame Khan forces Noor to dress in that hideous see-through dress and to put on her heels. Noor whines, she resists, she doesn't want to undress and wear that dress, she hates it. Madame Khan slaps her again, this time harder.
Madame Khan: "You spoiled brat, you will listen to me and do what I tell you. Do you understand? Who do you think you are? You are nothing but Rohingya filth. I want to see you dressed up and when you are done you paint your lips red and your eyes with kohl. Here is the lipstick and the kohl. Now do as told”.
Noor looks at one of the Bollywood posters. She could swear that Katrina Kaif, the Bollywood Queen, is no longer smiling. On the contrary, she thinks she is looking down on her.
Madame Khan leads her into another room, barely separated from another by a greasy, smelly red curtain. She leaves her there alone, shutting the door without a word. A moment later, an older, untidy-looking man appears and tells her to undress. Noor is frightened and slaps him away, which makes him aggressive and irascible. Terrified, Noor backs herself into a corner of the room. The man tries to lift her up but she screams and kicks and spits at him. The scandal causes Madame Khan to enter with a blood red look in her eyes and a leather strap in her hand.
Madame Khan: "You fucking whore, why are you resisting?" and slaps her on the back with the leash.
Noor: "Let me go, I don't want to," raising her voice.
Madame Khan hits her this time on the neck. Noor continues to refuse. The blows continue, harder and harder and angrier, on both arms and legs. Noor continues to resist. When the blows reach the soles of her feet, Noor, broken with pain, gives up.
March 4, 2018: The door opens to another day in that hell. Samira, a fragile and afraid looking girl, who does not appear more than 8 years old, is in charge of leaving her daily rations of rice, a crust of bread and a glass of hot water. In all the days she has been locked up there, no sound has come out of Samira's throat. Noor believes that the trauma has muted her.
That day, Samira forgets to lock the door. Noor hesitates whether to escape or not. This could be her only chance. She stealthily peeks through the door. She hears no voices and sees no one. She looks at the wall, at Katrina Kaif, bidding her farewell. With a determined step she leaves the room and begins to descend the stairs. Just as she is about to reach the door to the street, a startled Madame Khan emerges from the living room, talking on her mobile phone and fidgeting. When she bumps into Noor her gaze catches fire. She puts down the phone, grabs Noor by the hair and pushes her back into her room. She goes out and locks the door. Noor trembles and can't stop crying. She will never get out of there. And from now on she senses that everything will be much worse. She hears the door opening again.
Madame Khan: "You fucking bitch, you're going to get it. See this stick? It's smeared with ground chilli".
Noor stifles a cry of pain. The stick is tearing her vagina. But she won't let herself shed any tears. She is not going to grant that pleasure to the cruel and heartless Madame Khan.
Madame Khan: "Make up, you spoiled brat. It's time for work. You'll be working double shifts".
It seems to Noor that a tear is running down the face of Bollywood actress Katrina Kaif, who looks up at her from that faded poster on the musty wall.
March 18, 2018: Noor's eyes are fixed on the dirty and smelly red curtain. Her body is motionless. Her mind is blank. She lets herself do it. She no longer even feels pain. Her body, getting weaker and thinner, manages to leave her soul. She only counts "1, 2, 3, 4, 5..." so that the minutes pass as quickly as possible and those horrible men and their nauseating smell disappear.
April 3, 2018: Captain Hossain is after a clue. One of the Bangladesh Armed Forces servicemen, who has his post assigned in 'Hakimpara' since April 2017, has given him the most awaited news.
Officer Rahman: "Good day Ahmed. Some valuable information has reached me which will be of interest to you."
Captain Hossain: "Tell me Nazmul, I am all ears".
Officer Rahman: "The Dhaka police have passed me a tip-off. They have been infiltrating a brothel near Shakhari Bazar for some time". Nazmul says in a tone knowing that the news will please his good colleague.
Captain Hossain: "Nazmul, are you telling me that in this brothel they prostitute Rohingya children who disappear from our camps?”.
Officer Rahman: "That's right. One of our undercover officers recognised the young girl in the photo," he comments proudly, pointing to Noor's photo hanging on the wall of Ahmed Hossain's office.
Captain Hossain: wearing the brightest smile on his face. "Dear Nazmul, believe me, you couldn't have given me better news."
April 5, 2018: The sound of hurried footsteps and nervous voices awakes Noor. She would like to peek into the corridor to see what is going on but as always, the door remains padlocked shut.
Madame Khan: "How can you allow yourselves into my house like this? This is a decent house. I beg you to go out the way you came in, she shouts with a look of fury in her bulging eyes.
Captain Hossain pulls out some handcuffs. "A decent house, you say? Madame Khan, you are under arrest for trafficking, kidnapping and prostitution of minors," he says as he tightens the handcuff handles to lock them. In his heart, he can't help the emotion of the moment. Closing down a brothel, putting its entire mafia in prison and rescuing children, teenagers and women is always the ultimate source of joy.
April 6, 2018: Noor can't believe she is traveling on the opposite direction this time, back to 'Hakimpara', sitting at the back of a police car with Captain Ahmed Hossain and Officer Nazmul Rahman. She does not know how to thank them for saving her from a life of hell and, above all, bringing her back to her mother. She longs for the moment to embrace her again. She looks out of the window, the city looks different. It has mutated in colour. It is now red, yellow, green, the colours of the sarees worn by beautiful, elegant women, despite the tattered saris of some of them. Children who once seemed grubby now sell flowers to passers-by. The traffic has become lighter and soon she will be back in 'Hakimpara', next to her mother. Noor closes her eyes. But she daydreams. She is back in Tula Toli with all her family. Her loving father Aman, his brothers Abul, Hasan and baby Abdullah... "Fatema, Ma, Noor, be strong, we will always love you and one day we will be together again".
May 29, 2018: Fatema finishes cleaning the kitchen and prepares to leave the Hossains' home in the small coastal town of Cox Bazar, where she and her daughter have moved to live in a modest but cosy flat. Cox Bazar is only 34 kms from 'Hakimpara'. Before leaving, she pauses for a moment to look at the framed photograph of Asmira Hossain, Captain Hossain's late wife. The woman, who seems to be looking back at her through the glass, has sweet features and a shy smile. A fateful cancer took her away on the 9th of May, 2016.
She locks the door behind her. It's getting late. Fatema wants to go to the school gate to pick up Noor. When Noor sees her mother, she waves affectionately and beams. Fatema thinks her lovely daughter looks even prettier when she smiles. The green of her uniform matches her emerald eyes, which are sparkling once again. Noor says goodbye to her friend Khusaida with a "see you tomorrow".
Noor: "Ma, before we go home, can we have some chocolate ice-cream on the beach?".
Fatema's laughter echoes in the air. Together, holding hands, mother and daughter walk towards the seashore.
More than 350 cases of trafficking of Rohingya children and adolescents are identified every year in Bangladesh. Only 9% of this people are located, rescued and reunited with their families, according to a recent report by United Nations.
1 Refugees live in huts made of bamboo and plastic sheeting. They never refer to these as their home. For all of them, their home remains in Myanmar.
2 The Rohingya Muslims have been described as ‘amongst the world’s least wanted’ and ‘one of the world’s most persecuted minorities’. Since the 70s they have been persecuted by the Government and Buddhists nationals in Myanmar. The biggest massacre took place in August 2017 and the UN described it as ‘a text book example of ethnic cleansing’.
3 Jan is a Bengali word which means my precious one. The Rohingya language belongs to the Indo-Aryan language. It is closely related to the Bengali language spoken in Bangladesh, which is also an Indo-Aryan language. Therefore, it is not uncommon for the Rohingya and Bengali languages to have a high degree of mutual intelligibility.
4 Betel is a mixture of nut and tobacco that is chewed and leaves the teeth stained red. Commonly consumed in Southeast Asia, India and Bangladesh.
5 Tuk-tuk, the colloquial form of autorickshaw, is a motorised tricycle vehicle, very common in the streets of many countries all over Asia.
Short Essay in English
First Prize Short Essay in English - Faculty and Staff
A Tale of Two Ibrahims and the Syrian Civil War
Author: Ibrahim Al-Marashi
Professor at IE School of Global and Public Affairs
I heard the news of Ibrahim Guilian Delnevo, the 24-year old Genoese convert to Islam who reportedly died fighting in the Syrian civil war.
His reported death made me wonder, how one Ibrahim chose to leave Italy for Syria, and how the Ibrahim who is writing this article was traumatized by his journey to Syria and found comfort in coming to Italy afterwards. Growing up in the US, I hated my named Ibrahim, which was impossible for American kids to pronounce. I often asked my parents if they wanted to name me after one of the Biblical prophets that we share in Islam, why did they name me Ibrahim after the prophet Abraham, when Jesus or “Isa” in Arabic would have been much easier for Americans to pronounce. That is why I was amazed that a person name Giulian Delnevo actually chose the difficult name Ibrahim when he converted to Islam.
It is surreal scanning the Facebook profile of dead man, never mind one with the same name. Scrolling from the top of his profile and looking at his “likes” and “posts” is to witness his transformation from being a citizen of Genoa to joining a transnational community with no borders. He “liked” films like “Trainspotting” and “Carlito’s Way” to films dealing with conflict in the Middle East and Islamic world, such as “Blackhawk Down,” “Road to Guantanamo” and “Syriana,” a film that ends with a young Pakistani man conducting a suicide mission. He posted pictures of Umar Mukhtar, the commander of the Libyan resistance against the Italian forces in Libya, who was executed in 1931, to Muslim Chechen commanders who died fighting Russia in the nineties.
His Facebook profile not only serves as a testament to his conversion to Islam, but how he learned a new language that one might call Al-Qaidesque, creating a visual pantheon to Abdallah Azzam, the progenitor of the network of Arab volunteers in Afghanistan that would morph into Al-Qaida, images of Usama bin Ladin next to Che Guevara, and Anwar Al-Awlaki, the Yemeni-American preacher linked to Al-Qaida that was killed in Yemen. He “liked” a page devoted to Ibn Taymiyya, the Syrian preacher of the 1300s who would give birth to the ultra-literal interpretation of the Islam that most members of Al-Qaida adhere to. One can even trace his interest in Syria, from when he “liked” a relatively peaceful page called “Solidarity for the Syrian people” to more violent pages such as “Syrian Revolution Tactics and Strategy,” dealing with the combat between Syrian rebels and the military. I scrolled down to the very bottom of his page where a digitized symbol of a baby in a diaper reads “born.” His Facebook profile became a documentary of his short life from birth to the circumstances that led to his death.
The question will be surely asked as to what caused his radicalization. When two young men of Chechen descent planted bombs during the Boston Marathon the same question was asked. Even shock was expressed because of one of them seemed so American, attending his high school prom and wearing his baseball hat backwards. Since 9/11 millions spent in American research grants awarded to political scientists to develop that all-encompassing theory as to what causes radicalization among Muslims. This effort is like the search for the Holy Grail - looking hard enough does not mean you will find it. In the decade that I have studied radicalization and the various Muslims who came to fight in my native Iraq, I found that there is no universal background of a radical Islamist. Each individual had to be studied on an individual basis.
In this tale of two Ibrahims Syria proved to be the site of our search for identity. Ibrahim from Genoa probably left to fight to Syria because he, or his new peer group, convinced himself that volunteering to fight would demonstrate his devotion to his new faith. I travelled to Syria in 1999 since it was the last bastion of Arabism – its official name is the Syrian Arab Republic. Having grown up in America, I thought travelling to this country would teach me what it meant to be an Arab. However, I discovered that travelling as an Arab to Syria did not save me from intensive searches at the border, government border officials asking me for a bribe to just enter the country, and a soldier there practically breaking my camera since he argued I did not have a permit to bring it into Syria, even though I was a tourist. All that happened within a span of 15 minutes and I had not entered the country, and similar problems would follow me during my entire trip there. When I came to Italy a year later it helped me overcome the trauma I experienced in Syria. I found so much of the Middle East in the beauty that surrounded me in places as far as Venice to Sicily. If I was searching for the long lost glory of an Arab civilization, I did not find it in Syria, but in the historic quarter of Palermo or the Syrian-inspired cathedrals of Tuscany imitating the Syrian mosques’ design of alternating patterns of black and white marble – sadly those very structures are being destroyed in the fighting in Syria.
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