Estudiantes Galardonados 2016
Edición 2016
Primer Premio Poesía en español - Estudiantes
Nadie
Autor: Sofía Rondán González
Master in International Relations
España
Íbamos cada tarde a pasear la playa
para ver cómo el Sol languidecía.
Como nosotros cientos de individuos,
miles de individuos…
Una masa de humanos trashumante
sesteaba feliz y complacida,
contemplando el magenta del cielo
daliniano.
Y llegó aquella barca, sin nadie,
sin Caronte siquiera.
Las monedas se las quedaron otros.
Pero nosotros continuamos mirando
aquel atardecer del cielo
daliniano.
Así, tarde tras tarde,
llegaba la barcaza.
Y nadie preguntaba dónde estaba el barquero.
Perdidos los muchachos
entre las piernas largas
de las mujeres viejas.
Soberbias las muchachas
buscando un falso cáliz
de juventud eterna.
Una masa de humanos,
tecnológicamente post-humanos,
caminamos la arena,
en el atardecer del cielo daliniano.
Un día, entre las olas, no vino la barcaza,
pero llegaron cuarenta y cuatro cuerpos.
Cuarenta y cuatro negros cuerpos.
Y nosotros tampoco preguntamos
dónde estaba el barquero.
Otro día cuatrocientos cuarenta y cuatro cuerpos,
y otro, cuatro mil cuatrocientos cuarenta y cuatro cuerpos.
Para cuando supimos, que en las profundidades
había un cementerio, no quisimos saber
quiénes eran los muertos.
Ni de dónde venían.
Ni para qué vinieron.
Caronte se sienta entre nosotros,
mirando complacido
la belleza magenta del cielo daliniano,
las piernas largas de las mujeres viejas.
Y ofrece un cáliz,
a las muchachas que están mirando al cielo.
Recoge las monedas,
porque las barcas partirán ahora
al mar del otro lado.
Segundo Premio Poesía en español - Estudiantes
Primer round
Autor: María Isabel Macías Núñez
Master in Corporate Communication
España
Desabrochaste mi mirada con
la impaciencia de un niño que espera
la vuelta de su madre.
Ahora, querría enhebrarme en tu pensamiento
y compartir las flores de la risa, la intimidad
de un abrazo
y el camino hacia una galería de memorias.
Me gustaría, revolcarme en tus ideas
y que fácil, nos entregásemos las nieblas
y el amanecer.
Tercer Premio Poesía en español - Estudiantes
Quiero
Autor: Jesús Arcenegui Méndez
Bachelor in International Relations
España
Quiero ser
Un oasis en el desierto,
Quiero ser
Una brisa en el infierno,
Quiero ser
Lujuria en tus cielos,
Quiero ser, junto a ti,
Eterno.
Quiero ser
Farolillo en la oscuridad,
Quiero ser
Sueños sin realidad,
Quiero ser
Libertad.
El silencio de dos galgos
Colgando de un sauce,
La perfecta combinación
De ser maleducado y tener clase.
Quiero ser un diablo alado,
Al cual le preocupe
Haber pecado.
Quiero tener cadenas al abismo,
Y así demostrarme
Que puedo con mí mismo.
Quiero un amor imposible,
Para sentir un dolor real.
Quiero que me corrompa el bien
Para que pueda salvarme el mal,
Y cuando me canse de él
Volver al buen camino y volver a volar.
Quiero ser aire,
Estado gaseoso,
Poder perderme en un grano de arena,
Evadirme del tiempo
Y no volver a llorar labios rojos...
Primer Premio Poesía en inglés - Estudiantes
Beautuful Imperfectiums
Autor: Joy Cierrea Archer Holmes
Bachelor of Laws
EE.UU.
Maybe love isnt mean5 to be pverfect,
Mayge its meant to be messy,
Mahbe that¿s why you fall in love,
And nof walk into it,
Maybe thaf’s why we fell in love,
We were messy, crazy, silly and free,
Or atleast I was.
Maybe we are to havd painful experience,
Maybe pain helps us appreciate comfort
Mqybe, the risk mekes it worth it
Maybe, i do love you
And im prepared for the pain
Mature enough to face love,
No kiciing abd screaming,
No crying out, “”unfair”
No resistence.
I love uou abd only you
Maybe lovee is about the mayves,
The mayves that become yeses
Even tthe maybes that bec8me nos
And those mayves that become I lovr yous
Mayve, like this poem,
Filled wth errors,
And impurfections,
Not everything ist meany to be understo9d,
But it is neant to be felt.
Segundo Premio Poesía en inglés - Estudiantes
One Place - A Haiku
Autor: Sumedha Sharma
Master in Corporate Communication
India
pressed against my chest
you're the essence of my dreams
all good things in one place
Tercer Premio Poesía en inglés - Estudiantes
23
Autor: Malak El Halabi
Master in Market Research and Consumer Behavior
Líbano
To fly towards you
with a heavy heart and... twenty-three questions on my forehead
To fly towards you
with an empty hand and twenty-three memories between my teeth
To fly towards you, to give you
what is left of me
To give you
all the stars that I've never seen
To give you
the sweeter part of the moon,
the peaceful road before the first footsteps,
breaking the same branch,
twice
To give you
all the red butterflies that left me one summer morning
hanging
on the thread of a promise - never written never articulated
To fly towards you
Generously
To fly towards you
Steadily
To give your face a new meaning
To give your arms a new anchor
To give your vices a new home
To give you the past
With all its wounds
To give you the present
which isn’t mine
To give you, Time
which has has never been mine
To give you
all that i can never forget
all that you keep
reminding me of
To fly towards you
Forgiving
To fly towards you
Forgetful
with twenty-three wings
with twenty-three new beginnings for
Us
Relato Corto en Español
Primer Premio Relato corto en español - Estudiantes
Un hombre con el abrigo largo
Autor: María Isabel Macías Núñez
Master in Corporate Communication
España
Eran las seis de la mañana, en la parisina Rue de Rivoli, cuando me dirigía a coger un tren a la estación para ir a Londres, subida a un autobús tempranero en una ciudad que se despertaba, y que ya tenía un tráfico destacado. Al llegar a la altura del Louvre, la policía desviaba el tráfico hacia la derecha porque toda el área de las Tullerías había sido cortada, ya que estaban rodando una película o un anuncio. Potentes focos iluminaban los arcos, dando sensación de un amanecer inverso, pues era desde poniente desde donde venía la luz y no desde el alba, que este mes de abril empezaba a ofrecernos con tono desvaído, pero ya firme y localizable. El atasco, a pesar de la hora, se había formado, y los coches y autobuses no se movían.
Decidí bajarme y andar hasta otra línea que me llevase a la estación. Mientras, desde la acera, miraba en el móvil la mejor combinación y echaba ojeadas al Conseil d'Etat. Inmediato a donde estaba parada, de un Mercedes grande, se bajó un hombre que se encontraba en el asiento del pasajero. Al bajarse, dijo al conductor, desde la puerta abierta, unas palabras en francés pidiéndole que le esperase en algún sitio al día siguiente. Palabras que repitió en inglés y que debían ser comprendidas por alguien de claro aspecto eslavo, posiblemente ruso. El pasajero que había descendido, cruzó conmigo una mirada directa, fácil, nada hostil, próxima y aparentemente nada que pudiera asemejarse a un intento de ligue. En Francia los hombres y las mujeres miran a la cara sin desafío, pero también sin disimular, que es una manera de comportarse natural y directa. Del coche se había bajado un hombre extremadamente rubio, casi albino con ojos muy azules, pero como si mirasen desde el pasado. Era muy alto, delgado sin incomodidad, con una camisa cruda de hilo como rugoso, y unos pantalones chinos elegantes. Llevaba unos mocasines de tipo italiano, pero lo que destacaba de una manera especial era un abrigo de cuero marrón muy largo.
Me llamo Rigo, soy periodista, cumplo mañana veinticuatro años y tengo un trabajo. Nací en España, cerca de la ciudad de Santander, y desde los dieciséis vivo con mi madre en Madrid. Aunque vivo con ella, somos totalmente autónomas cada vez que lo necesitamos, y profundamente interdependientes todo el resto del tiempo. Ese estatus no puede durar mucho, pero por ahora es muy llevable. Estoy en París, y viajando, porque tres amigas hemos decidido dedicar estas cortas vacaciones de Pascua a ver algunas ciudades europeas. Hoy yo pensaba ir a Londres, y mis amigas a Ámsterdam, cuando se detuvo el autobús. Tengo la intención de ver a una prima en esa ciudad, donde me volveré a reunir con mis amigas.
El hombre del abrigo largo me miró y, en francés, me dijo, habrá que ir a algún sitio. Yo contesté que yo a Londres. Me dijo en inglés, al notar que era extranjera, acabaré llevándole a la estación. Pero vamos a tomar un croissant y un café en esta ciudad en donde todo está cerrado a esta hora. Menos los grandes hoteles, donde roban. La cara del hombre, que me había dicho que se llamaba algo así como Matu, me habría producido rechazo al verle en una película. Le habría metido en el equipo de los malos, aunque le considerase atractivo; no tenía nada que permitiese decir que no. Nos metimos por Fbg St Honoré y a la altura de la iglesia de St Roch giramos a la derecha e inmediatamente a la izquierda, donde había un café que vendía croissants, pasteles y servían café. El lugar estaba muy frecuentado por gente de servicios de limpieza urbana, y posiblemente gentes que ya se dirigían a sus trabajos y querían tomar algo. Apenas había mesas y nos acomodamos en una que dejaban dos muy jóvenes con cara de noche larga. Bajo mis protestas de que perdería el tren que quería coger para Londres, Matu me preguntó que si tenía verdaderamente prisa, añadiendo, que él siempre había cambiado un día por una hora. A estas alturas, él sabía que yo era española y yo que él francés con madre casualmente española. Su español me pareció muy justo y optamos por seguir entendiéndonos en inglés. Realmente, no tenía ninguna prisa por llegar a Londres, y un whatsapp a mi prima era suficiente.
Nos metimos en el desayuno. Matu no me explicó de dónde venía a esa hora, y yo le conté al detalle mi día anterior, hasta mi salida esta mañana de un pequeño hotel de la Rue St Antoine. Me sentía levemente observada desde la ironía, pero siempre que le miraba a los ojos los tenía neutros. Solo tenía la extrañeza que nos produce un ajeno, pero que tampoco es tan diferente al que encuentras en una disco. Y este se había bajado de un Mercedes con chófer, lo que te hace pensar en un estatus más convencional aunque pareciese un ser decadente, un poco de vuelta de todo, que aparentaba. El desayuno fue entretenido y la verdad algo en mi interior me mantenía nerviosa porque me comí dos croissants, un zumo de naranja y miraba con gula el croissant del que Matu solamente había cogido un cuernecito. Volví a repetir que ya no podía coger el tren al que aspiraba y el de la siguiente hora suele estar tan lleno que es difícil tener billete. Terminé mi té verde, y de repente, el hombre del abrigo largo me dijo te cambio una hora por un día. Llega mañana a Londres y quédate hoy conmigo. Le dije ¿pero no te parece muy directo y muy rápido? Él me contestó en español no te estoy invitando a follar, sino a pasar un día juntos. La verdad, por mi cabeza, y seguro por mis prejuicios, tuve un punto de rechazo dado el aspecto especial de esta persona. Pero a los veinticuatro años te atreves a hacer tonterías. La verdad es que lo inopinado del plan me parecía atractivo y empecé a reírme. Mi risa le debió de gustar. Porque me dijo qué buena manera de decir sí. Le dije, no te he dicho que sí. A lo que contestó por fin, con una risa no abierta como la mía pero franca, con una risa suya. Y me dijo, no estropees tu sí hablando ahora y mercadeando el sí. Las mujeres siempre alardean de que no es no, consigue que sí sea sí. Manda un whatsapp o llama mientras pago. La verdad es que, en algún caso, el comportamiento así de un tío me hubiera parecido un poco dominante y más con el recelo que me producía alguien mucho mayor que yo. Pero lo hacía como una forma de vivir y no resultaba ni forzoso ni imperativo. Dejaba un sabor de lo que no quieres arrepentirte de no haber hecho. Mientras mandaba mis mensajes a mi prima y a mis amigas, contándoles el cambio de planes por algo que ya les contaría, volvió de pagar la cuenta, y me dijo por qué no les dices que durante veinticuatro horas vas a cortar el whatsapp y que no se preocupen. Sentía un poquito de miedo al pensar que iba a estar veinticuatro horas con un desconocido, que me pedía que apagase el teléfono. Recordaba la campaña del Ministerio del Interior español sobre el maltrato, en la que pedían a las mujeres que no dejasen que les leyesen el teléfono o que les obligaran a desconectarlo. Contesté voy a pedirles que no me manden whatsapp en veinticuatro horas salvo causa mayor, pero voy a tener el teléfono encendido porque me siento más cómoda. Él me volvió a contestar en español, para lo que temes es para lo único que podía considerarme un caballero, aunque me repugna el concepto.
Salimos y cogimos un taxi en la misma plaza de nuestro encuentro. Miraba yo a la ópera Garnier al fondo al montarme. Dio unas señas sin explicarme nada y supuse que me llevaba a su casa con lo que pensé, vamos a ver qué pasa. Sin embargo, después de un trayecto largo en el que iba contándome la piel de París me dijo que quería llevarme a las catacumbas.
En la entrada, el cartel decía ¡Pare! Este es el imperio de la muerte. Y empezamos nuestro recorrido por ese cementerio, creado en 1785 para juntar todos los cadáveres de los cementerios de París y, sobre todo, de Les Halles. Durante el paseo me dijo, el único misterio inexplicable es la muerte. Yo le dije que pensaba que la vida era lo inexplicable y que la muerte era solamente el final. Lo complicado para nosotros es entender el principio, la razón por la que todo es azar y, si no lo fuese, sería inexplicable la saña de un creador que desperdiga sus obras con dolor, crueldad y al final muerte. Él me dijo que le atraía lo que yo decía, que tenía razón, pero que él era una persona de la muerte, de la lucha contra el absurdo, de la pelea por hacer simple lo que era simple, y no el enredo en las que nos metemos cada vez que hablamos de amor y muerte, de Eros y Tánatos. La cita, de una dialéctica propia de los años setenta, me dejó un poco perpleja. Yo tuve un novio que se movía entre la saturación y el provincialismo, y que había visto bastante lo que ocurría en aquellos años, a través de un hermano mayor. Pensé que Matu, el hombre del abrigo largo, era posiblemente mayor de treinta y cinco años que al bajar de coche le atribuí mentalmente. Volví a sentir algo extraño y me reí hacia dentro, pensando que a lo mejor paseaba por las catacumbas con alguien que había vuelto del otro mundo y por eso tenía ese aspecto tan desvaído. Salimos y era todavía temprano, porque cuando estás activo tan pronto el día es suficientemente largo. París, con un fondo frío, tenía una luz nueva que bañaba los tejados, apuntaba las hojas recién nacientes de miles de plátanos, y fijaba un amarillo vivo y creciente sobre las paredes y los tejados. Los transeúntes parecían acelerarse y, como siempre, creer que el día es una oportunidad y que tenían que identificarse con esa ciudad espectacular, que en todas partes se entiende como la posibilidad, y que resume la frase, “siempre nos quedará París”, de la película Casablanca.
Decidimos pasear hasta Saint-Germain de Prés. Matu, que me había dejado llevar mi maleta hasta ahora, se la echó al hombro cogida por el asa con cierta suficiencia que daba la sensación de una persona realmente fuerte. Todo era natural, ni siquiera me dijo nada al coger la maleta, sino que lo hizo como si fuese lo normal. Cuando empecé a decir me toca a mí, hizo un gesto negativo con la cara, que fue suficiente y me quitó cualquier culpa. Al salir me preguntó, con cuántos hombres te has acostado, que también me pareció tan natural que contesté con toda naturalidad, también con ocho o nueve. Le pregunté inmediatamente, diciéndole que él con cuántas se había acostado. A lo que me contestó, con las que recuerdo. Me reí de la respuesta y le pregunté, y con cuántas de las que no recuerdas. A lo que me contestó, también riéndose, creo o supongo que con bastantes. Me volví a reír, y él de natural serio y ajeno, noté que se contagiaba de una risa que le era nueva, pero que le hacía mucho más próximo. Me dijo, tienes los ojos más azules que yo. A lo que contesté, no, no, tú los tienes más blancos que yo y además mis ojos son mucho más alegres. Nos reímos juntos. Pasamos por Rue de la Campagne – Premiére y por la Academie, toda una vuelta a Montparnasse hablando del arte, de lo maravillosa que es la creación, de cómo se puede hacer de una sombra un asombro, transmitir la vida de otros y la propia en unos ojos. Le dije, que Rembrandt, Velázquez, Goya, Van Dyck, Picasso, los impresionistas, para mí eran los que habían sido capaces de sacar la esencia de las cosas y dejarlas fijadas para nosotros. Me contestó, que se encontraba muy cómodo con lo que yo le decía pero que se había metido en las vanguardias, que había con dificultad comprendido, y que no se acordaba de la pintura de la que yo le hablaba. Matu cada vez hablaba más en español, dándome cuenta de que tenía la estructura de la lengua perfectamente acomodada en su cabeza. Se lo dije y me dijo que había pasado mucho tiempo en Galicia, donde pasaba temporadas su madre, aunque con ella hablaba en francés y que ahora vivía en La Provenza. E inició una conversación sobre Galicia que paró inmediatamente, ante una parada de taxis, donde dijo, esta maleta pesa muchísimo, vamos a coger un taxi. Nos llevó hasta Saint-Germain de Prés, en dónde paramos. Me dijo que hiciésemos otra cosa muy turística como era tomar algo en Les Deux Magots. Estaba muerta de hambre y pedí una ensalada y un guiso de buey, que era plato del día. Matu preguntó si tenían apio y zanahoria y si le podían hacer un zumo de naranja, zanahoria y apio. Y para comer pidió una ensalada de aguacate, tomate, cebolla con yema de huevo. Con toda naturalidad me dijo, pido la yema de huevo porque tengo que tomar proteínas. Casi me hizo sentirme incómoda por la cantidad de cosas que había pedido. Sin embargo, opté por la risa, que a este hombre extraño le hacía parecer más de este mundo. Al terminar la comida le dije, pago yo a lo que él contestó, tú eres casi todavía estudiante, deja que te invite a comer y cenar. Si te importan los equilibrios que aquí en Francia son normales y naturales, piensa que me has dado la risa y que te recordaré por ello. Por mi parte, no supe si era una impertinencia o un elogio después de la conversación anterior.
Con toda naturalidad se levantó, pagó y me dijo, nos vamos a mi casa que está por aquí cerca. Y empezamos a andar con mucha naturalidad hacía un destino extraño, divertido. Me dio la impresión que callejeábamos dando vueltas como para que yo perdiese la noción de dónde estábamos y dónde estaba su casa. Anduvimos casi media hora y, sin embargo, a mí me dio la sensación de que estábamos muy cerca de donde habíamos comido, pero esto lo reflexioné más tarde. Entramos por una puerta magnífica de madera, como solo existen en París y subimos a una quinta planta, en donde se encontraba su piso, grande, francés, pero totalmente minimalista. Estaban todas las decoraciones de cornisas y puertas, pero todo era extremadamente blanco e, incluso, el parqué estaba pintado de un blanco aguado y neblinoso. Me dejó sentada en un salón grande y abierto, mientras él se iba, supuse, que al cuarto de baño. Apareció unos minutos más tarde totalmente desnudo. Me propuso que me pusiera cómoda, que le perdonase que no pidiese permiso para ponerse así, pero que siempre andaba desnudo por la casa. Me había quitado un chaquetón que llevaba y le dije que me sentía cómoda así. No noté ningún signo externo de intencionalidad o excitación, se sentó sobre una especie de canapé largo y puso en su cabeza tres o cuatro cojines. Yo seguí sentada, prácticamente enfrente, en la butaca blanca en la que desde el principio me había sentado. La única incomodidad que sentía era que todavía no habíamos empezado a hablar.
Rápidamente volvimos al tema de la manera de comportarse de los franceses. Matu me dijo que creía que era el único país completamente libre de Europa y en el que la igualdad de sexos se cumple. Inglaterra podría ser la otra excepción, pero hasta la juventud fuera del sistema, tiene un fondo institucional y tradicional. Los franceses verdaderamente lo que quieren es Napoleón, el sueño de un gran general que dispersa las ideas francesas por Europa, se apodera de la cabeza de un continente. Es realmente un revolucionario que ha comprendido que la revolución era el cambio y, por tanto, era necesario, pero que no lo podían hacer los revolucionarios, que eran como intelectuales de un tiempo de sangre helada y de disolución de los árboles viejos. Contesté, que efectivamente en lo que yo había conocido, que era bastante, pues había hecho un Erasmus en París y lo había visitado tres o cuatro veces, eran hipotéticamente amables, levemente despectivos y también gentes con ideas, que no aceptan la vulgaridad, que discriminan y que, lógicamente, se acercan a ti, a una chica más o menos joven, directamente. Pero que eso ya también pasa en España y que es generalizado y, que en mi experiencia en estos últimos seis o siete años, en cualquier bar o discoteca te acercas con toda tranquilidad a decirle a un chico que tu amiga querría conocerle o, por el contrario, alguien se acerca a ti. Matu dijo sí, puede ser verdad, pero lo que hacen las españolas lo hacen aquí las chicas de catorce a dieciséis años. Una chica francesa de dieciocho o veinte años discrimina ferozmente con quién quiere estar, se acuesta con quien quiere y se siente libre de modo natural. Las españolas también quieren hacer lo de toda la vida. Eso en Francia es distinto. Continuó diciendo que le preocupaba que las mujeres no mejorasen su libertad escogiendo más. Habló también de los franceses como un pueblo que pone cuernos sistemáticamente, porque todos son así. Se miran siempre en ese sentido y es una sociedad cuya desconfianza natural y su naturaleza es el engaño sistemático. Lo decía de un modo tranquilo, deslavazado, en apariencia inocente, y a mí me dio por reír porque lo decía en español con acento y porque la imagen de una sociedad llena de cuernos me vino a la cabeza y me pareció extremadamente graciosa. Mi risa le dejó perplejo y, cuando se lo conté, se unió a mi risa, pensando en un país lleno de venados o de cabras. Le dije que no podía saber si esto era verdad o no porque, aunque había pasado un año en París, no tenía edad, en mi opinión, para distinguir la diferencia. Me lo había pasado francamente bien, pero tampoco podía añadir mucho a su comentario. Él se reía y me decía, el camarero que nos ha atendido en el restaurante evaluaba las posibilidades que tenía contigo y mi capacidad de respuesta. Cuando encuentras a un dependiente que te trata con desinterés no es porque no quiera vender, sino porque está pensando que su chica le pone cuernos con otro o qué va a hacer él con quien tiene en mente. Estos son los franceses y vuelvo a decirte que creo que es un gran pueblo libre, que es sofisticado y más culto que el resto de los europeos.
En un momento, sin ninguna inocencia, le pregunté por el amor y él me dijo que para él era un instante; una persona entera que pasa por tu vida y arrasa. Es entonces, cuando los colores del aire de los pulmones se ponen rojos o anaranjados, cuando la persona se viste de primavera y agua, y los muros se resquebrajan para dejarse caer, como en las grandes avenidas. Me decía que todo eso dura poco, a penas el fragor de un rayo, y vuelven los diques y las nuevas paredes que han construido el agua en furia, el viento desatado y el amor en desarraigo. Todo pasa en un día.
Me levanté para ir al cuarto de baño pensando que era un tipo raro, simultáneamente apasionado y por otro lado con capacidad infinita para la distancia. Decidí desnudarme yo también. Y el pudor solo me dejo las zapatillas. Era una señal evidente pero tampoco era tan grave. Me había acostado con tipos que encuentras en un bar, que te parecen atractivos, que empiezas con un beso de Gin-Tonic y acabas sin acabar. Cuando llegué creo que ni me miró. Sentí un frío como el que había notado por la mañana, de abril de París, que llama a la primavera pero que retiene un recuerdo de que el invierno, como los muertos de las catacumbas, sigue presente en primavera. Realmente no pensé que fuese el tiempo de hablar de una Normandía profunda, llena de atavismos históricos con gentes calurosas y con alma de grandullón, pero, sin embargo, sumergidos en el atavismo y en tradiciones normalmente ajenas a una cultura racionalista y cartesiana. Y de una Galicia en la que había conocido historias de los auténticos caciques, cuya imagen era verdaderamente venerada y, sin embargo, nos asquea haber convivido con esas gentes en la cultura actual. Maridos que dejaban a sus mujeres recién casadas con el cacique a cambio de que le pagasen los cincuenta céntimos al mes, que costaba librarse de la mili, madres igualmente… Lo curioso es que no eran odiados, formaban parte de un sistema que funcionaba eficazmente y, en muchos casos, eran venerados. Hoy todos esos mundos subyacentes, que no conocemos, no existen, o son de otra esfera. Son criticados porque gentes ajenas establecen un pensamiento diferente. Quizás sea bueno… Había vuelto a entrar en calor y, por tanto, volvía a tener interés. Me quité las zapatillas para no manchar la tapicería blanca del canapé que ocupaba mi amigo.
Hay un momento en que tu cabeza ha dado un paso y ya estás en el otro lado. Le pregunté si creía si el sexo tenía mucho o poco que ver con el amor. Me dijo, que el sexo para él era la parte final de un abrazo que se da la gente cuando son capaces de recomponer las grietas fabricadas sobre sus corazas. No hay otra fusión posible, aunque solo dure un día. Él estaba convencido de que no duraba más. Se volvió, me tocó la espalda y me puso un poquitín de frío y de carne de gallina. Estuvo un instante así parado. Después, abandonando su distancia y el color albino, me preguntó si quería abrazarle. Así abrazados estuvimos mucho rato. Hoy, cuando ya han pasado siete días, no sé si hicimos el amor, creo que no follamos, pero terminamos el abrazo. Me encontraba un poco débil en ese momento y en él afloro un punto de ternura, y los ojos se le volvieron más oscuros y el blanco más claro.
Sin que tuviese alguna continuidad física y como cosa natural dijo, por qué no nos vamos a cenar a un sitio que conozco en una calle al lado del Quai Saint-Michelle. Cogimos un taxi y fuimos a un bistró antiguo, parecía muy conocido por la cantidad de gente que ya llenaba sus mesas siendo las siete y media de la tarde, y en la que claramente Matu había reservado mesa. O sería otro, quizás el ruso, porque delante de mí, no había reservado, ni llamado absolutamente a nadie. Incluso cuando me pidió que dejase el teléfono, me dijo, yo solo leo a las diez de la noche lo que me han mandado. El ambiente era bueno y el dueño del restaurante le debía de conocer mucho por la familiaridad con que se trataron. Nos dieron una mesa en una esquina, sin embargo, con espacio muy pequeño. A decir verdad todo el espacio estaba tan lleno, tan abarrotado que todos parecían estar juntos. De nuevo, volví a sentir hambre. El dueño nos recomendó la ensalada de pepinos y el cordero asado con verduras. Él pidió la ensalada de pepino nada más, pero me incito a pedir las dos cosas y me dijo que picaría. Aunque recelo del cordero dije que sí porque en el ambiente parecía propicio. La ensalada de pepinos era con yogurt y estaba muy buena, compartimos y yo tuve sensación de que tomaba más que él. Cuando llegó el cordero, que estaba espectacular, me cogió un pedacito pequeño y dijo riéndose mucho, mi ración de proteínas. Yo me reí más, y le dije ya te has pasado en tu ración de proteínas porque no cuentas con las del yogurt. Terminamos de cenar, pagó con dinero que sacó del bolsillo del abrigo largo, que no se quitó en el restaurante y me propuso tomar una copa en un sitio que conocía. Le pregunté, a carcajada limpia, si le iban a dejar entrar en un bar elegante con esa pinta, con lo que son los franceses de segmentadores y de exigentes con el dress code de los que quieren entrar. En mi época de Erasmus lo pase fatal porque íbamos a discos y no nos dejaban entrar con indumentaria que en Madrid hubiera causado furor. La verdad es que nunca comprendí del todo qué era lo que había que llevar. Entramos en el bar que no debía de ser de los que restringían la llegada de alguien con chinos y camisa, y en donde también debía de ser conocido. Lo pasamos bien esta vez hablando de París, de la edificación monumental, de la afición de los franceses por la teatralidad. La conversación realmente fue una maravilla, moviéndonos por los Inválidos, el nuevo edificio de Louis Vuitton en el Bois de Boulogne, todo el sistema de Concorde, etc. Pues comprendí que la frase de Casablanca siempre nos quedará París es para enamorados, pero va acompañada de París nunca se acaba.
Salimos ya a las doce, repitiéndome que su coche vendría a las seis de la mañana, pero me cogió de los hombros para ir paseando a su casa. Volvimos a dar un gran paseo por callejuelas que iban y venían y en donde con periodicidad me destacaba una casa o un jardín. Volví a pensar que me estaba engañando dándome vueltas, e incluso, pensé que habíamos pasado una vez por delante de su casa sin detenernos. Se lo dije. Se rio y me dijo que era verdad, que lo hacía para que mañana no estableciera contacto con él por lo que él pensaba. Sentí un poquito de decepción porque el día se había desarrollado de un modo maravilloso y ver que solo me quedaban 6 horas con quien me cogía de los hombros desde una altura tan notable me estaba recordando la hora de irme y, además, que tenía claro que no quería volverme a ver. Ya tuve capacidad de reacción y me dije que me parecía todo él un decadente, bastante egoísta y que me sentía realmente decepcionada. Me apretó de los hombros, pero puso una cara fría como diciendo mañana estaremos tristes y nos echaremos de menos. En una semana, lo apuntaremos en un rincón del cerebro. Y al cabo del tiempo como un sueño maravilloso, recordado y mágico y casi no sabremos si pasó o lo imaginamos. Dijo tú crees que el abrazo que nos hemos dado es repetible o es absolutamente único… Le contesté que pensaba que era mejorable, repetible y que con el material de los sueños se construyen sueños y, por lo tanto, me reafirmaba en que vivir es apropiarse de la noche, quedarse en la retina con la belleza y las flores, con los abrazos; pero también con los apretones de mano, con las ilusiones y bla, bla, bla. Le había replicado alegre aunque estuviese decepcionada. Con lo que me dijo Rigo yo sé esto y te puedo decir que estarás entre mis diez mejores recuerdos porque nadie se ha reído con tanta alegría ni me ha replicado con inteligencia y directamente, pero no puedo hacer otra cosa; soy así. Lo que te dije esta mañana de que la tormenta que nos ha invadido ha roto los diques y eso va a hacernos diferentes, pero va a poner nuevas terrazas de barro, nuevas barreras y un paisaje distinto, me ha convencido de que el amor es una cosa de veinticuatro horas. Le contesté, espero tener mejor suerte que tú. ¿Has tenido tan malas experiencias?, ¿has vivido largo tiempo con una mujer? Me contestó, la única mujer con la que hubiera vivido todo el tiempo y con la que me sentía realmente protegido es con mi abuela belga, que tenía una gran casa en la que era feliz hasta los catorce años cuando murió. Como somos parte de esa burguesía franca, recibí de esa abuela un legado que me permite hacer siempre lo que quiero. Al principio, en la primera juventud, a los dieciocho años, no quería vivir lo que quiero y empecé a moverme como un chico normal, gran aficionado a la lectura, poco convencional, que estaba matriculado en cuatro universidades distintas y en distintas carreras y en donde no asistía más que a las asignaturas que quería. Derecho, Economía, Filosofía y Humanidades, en donde poco a poco me iban echando por no pasar exámenes o no estar en clase, pero básicamente tomaba un curso de quinto y otro de primero, y mi tarjeta me facilitaba el acceso a cualquiera de las universidades. En un momento me mandaron una carta diciendo que me iban a mandar a la policía y me vi obligado a ir al ministerio, que había descubierto mi plan a ofrecerme a pagar los gastos de matrícula para devolver al Estado lo que había pagado por mí y yo no había aprovechado. Eso imposible, me dijo un soberbio funcionario, y así quedo la cosa. Te ahorro los detalles.
Subimos a su casa, ocupamos las mismas posiciones, pero los cojines estaban perfectamente alineados, aunque en la casa estaba claro que no vivía nadie. Le pregunté y me dijo que había llegado a un acuerdo con la concierge, que cada vez que él salía, subía a arreglar el piso. Le dije si era caro y me dijo que carísimo, pero que también su vida para él era un día y merecía la pena no interrumpirla dado que podía. Riéndome le dije, no vas a dejar nada a tus hijos y él riéndose, no creas, quiero tener un hijo, pero de un vientre de alquiler o de un banco de óvulos. Le dije, verdaderamente eres raro y diferente, todo esto es una contradicción con la simpleza y naturalidad con la que quieres vivir. Hay un momento en que las cosas tienen que volver a tener sentido como lo tienen las hojas de la primavera, el viento apaciguado por hayedos y robledales, el agua fuerte que baja del deshielo, y esas cosas. Te has pasado creando tu propio personaje y estás a punto de parecerte a ti mismo en un primer encuentro en donde tus caracteres hacen que la gente piense si eres un ser normal o alguien extraño y excluido. Como te digo, casi no sé si he hecho el amor contigo y desde luego no sé si es posible que me haya quedado embarazada porque no tengo puesto nada, pero si así fuese, tengo claro que nunca querría que fueses su padre, y no haría el pequeño esfuerzo de esperar en la Rue de Rivoli, que pase un Mercedes con un señor de abrigo largo y de ojos escleróticos. Se quedó pensativo y dijo, está bien tienes un punto. Pero a pesar de ese punto creo que no te voy a dar mi número de teléfono, las señas de mi calle o mi email. Tengo claro que, en mi ranking particular, has pasado del puesto diez a una de las cinco primeras.
La conversación anterior había creado un punto de tensión, que me permitió preguntarle, que por qué me había dicho que me cambiaba una hora por un día. Y me contestó, porque en Arabia Saudita tienen especialistas en amaestrar grandes gerifaltes a los que someten, estando veinticuatro horas unidos a ellos. Hay otra persona que se ocupa de que el cetrero no se duerma, sin que le vea el águila, y esta posiblemente sea un esclavo que existe en un país como Saudia. Es terrible, pero al gerifalte al que no dejan dormir queda hermanado por un hilo invisible con el cetrero y ese animal quedara domesticado como animal instrumental de la cetrería. Yo te he ofrecido la oportunidad de que pasases veinticuatro horas conmigo para domesticarte y que me domesticases, y que tuviésemos para siempre un hilo invisible y, por mi parte, si no nos pasa nada en las próximas cinco horas, creo que lo habrás conseguido. Y eso será un recuerdo que me mantenga vivo, y confesando que en mi vida he tenido momentos únicos, y solamente lo mejor de la gente, su abrazo, su palabra y un recuerdo perenne.
Le contesté, a mí, como comprendes, se me va a quedar esta pequeña historia, por lo tanto no tengo reproche, y mañana estaré contenta de haberlo vivido. En una semana me saldrá una sonrisa y una nostalgia, y en tres meses me saldrá una risa franca cuando ni siquiera recuerde tu nombre, pero sigan vivas nuestras veinticuatro horas. Matu, muy serio me dijo: a mí me pasará lo mismo, pero te tendré junto a los monumentos de París. A lo que respondí, te gusta coleccionar fantasmas, yo no seré nada, seré una evanescencia, sería los cimientos de un monumento si me llamases para pasar otras cuarenta y ocho horas contigo y entonces, solo entonces, tendría que pensar si me merece la pena enamorarme. Alguien que mira el atardecer, que me reconoce al despertar o que me manda flores, sería tal alternativa que me lo pensaría dos veces antes de pasar cuarenta y ocho horas contigo. Tú propones veinticuatro horas porque crees que tu atractivo no dura más tiempo.
Ha sido apasionante la conversación, pero ¿qué me dices de las gentes corrientes?, ¿sabes algo de cómo vive una chica como yo?, ¿sabes qué pienso del amor, del sexo o del futuro?, ¿sabes cómo proyecto mi sombra y cómo lo hará la gente de mi generación?, ¿me has dicho cuántos años tienes? Pensé que tenías treinta y cinco, ahora creo que puedes tener cuarenta y cinco. Si es lo primero, estás perdido y si es lo segundo, estás jubilado.
Matu estaba desconcertado, fuera de la zona de confort en la que habitualmente se desenvolvía, pero esto era imperceptible a mis ojos, y temía haberme extendido demasiado con mis argumentaciones y haber saturado al rubio que me escuchaba impasible.
Pensé que quería que pasase el tiempo también para mí, por lo que decidí, de nuevo, dar un paso adelante y dije, como yo he escogido estar veinticuatro horas contigo y debo decirte que con mi decisión he renunciado a más que tú y he escogido, querría que no terminara la arena que queda en el reloj sin que vuelva el calor y el momento. ¿Serías capaz de darme un abrazo ahora?
Matu, que había empezado a vestirse, entendió que yo dudaba, que pese a parecer tan clara y rotunda, ya le dedicaba una parte de mi corazón. Entonces decidí desabrocharme el único botón de la camisa al que había llegado.
No me mires así, le dije.
No sé abrazarte si no es con la mirada, me contestó él.
La sonrisa que se dibujó en mi cara se presentó ante él como una luz verde y no solo se abrazaron nuestras miradas, también lo hicieron nuestros pechos, nuestros brazos y nuestros muslos. Se abrazaron tanto y de tal manera que Rigo dudó de nuevo si habían hecho el amor o si solo se trataba de un abrazo largo.
Ya solo quedaban dos horas y, a pesar de la ternura que guardaba de su abrazo, le dije: ¿qué piensas de los finales? A lo que Matu me contestó, son el broche final, que debería ser de oro. Me reí y contesté: Verdaderamente no sabes lo que es el final, porque nunca has empezado y todo lo tienes cerrado previamente. Perdona que te diga que me recuerdas, no al contenido de la palabra en español, en inglés o en francés cínico, sino que me recuerdas al grupo filosófico de los cínicos, que no eran tan malos como la palabra vulgar significa, creían en realidad que el defenderse sentimentalmente antes, era una ventaja. Es un poco como otro grupo filosófico, los epicúreos, que tienen mala fama, pero es muy injusto porque su búsqueda de la felicidad la hacen aprovechando las cosas que están en nuestra mano en vez de intentar alcanzar lo imposible. Matu estaba desconcertado porque en su vida había tenido muchos reproches, mucha gente que se había cabreado porque les parecía injusto no continuar la relación o buscar algo más continuo. Lidiaba mejor con las lágrimas y los reproches que con alguien que en realidad le ponía en duda una manera de ser. Él se sabía persona atractiva y que había conquistado a muchas mujeres jóvenes a lo largo de su vida, pero esta española, casi le tenía arrinconado y no parecía que le estuviese diciendo quiero seguir contigo, tener una relación o volver a verte. Claramente, había transmitido su filosofía epicúrea diciéndole, he aprovechado mi día, he pasado a tu lado, me he sentido cómoda, he vivido y ahí te quedas. Y ese ahí te quedas que a esta hora de la mañana siempre hacía él, se lo estaban poniendo delante como un tornado que se levanta y te pega en la cara y se mete en los ojos y en el que te encuentras con miedo a ser arrastrado.
Matu tenía siempre sensación de superioridad con quienes pasaban con él veinticuatro horas, pero ahora alguien que era veinte años más joven, que posiblemente había vivido muchas cosas, pero menos que él, había cogido el mando. Pensó que la mejor manera de terminar algo así no eran ya las palabras, sería el sexo y, con suerte, el abrazo. Se acercó con esa intención y, ante mi primer “bufff”, entendió que la libido ya corría camino del tren de Londres o que se habían terminado las veinticuatro horas.
Perplejo miró el reloj, que marcaba las “5.05”. Salió del salón, se dirigió a su cuarto, se vistió casi igual que el día anterior y se puso el abrigo de cuero. Yo, que entendía qué estaba pasando en su amigo, sonriendo y ya vestida le dije ¿nos vamos para no llegar tarde?, a lo que Matu contestó no, voy a acompañarte a la estación. ¿Y qué pasa con las veinticuatro horas?, dije. Matu me contestó no sé, a lo mejor no hay que ser tan estricto. La verdad es que los seres humanos tenemos una profunda capacidad de contradicción. ¿Qué química nos hace en la luz de un instante, cambiar o desear lo contrario? ¿Qué ocurre en nuestro cerebro cuando un pequeño rechazo desmorona la ilusión? ¿Por qué queremos vencer y casi somos capaces de matar para conseguirlo, y otras veces, queremos perder, arrinconarnos y no ser nosotros ejecutores de nada? No soy capaz de entenderlo, ni de entenderme a mí mismo. Al verle paulatinamente más débil, comenté no me vas a llevar a la estación, quédate en tu mundo sostenido por un reloj de arena que no se acuerda de las víctimas, e infaliblemente agota su sentencia hasta que le den la vuelta. El trayecto hasta la estación todavía llevará intensamente tu memoria y la atracción de un día ganado. El viaje en el tren tendrá sobre este día efectos curiosos, pequeños ataques de realidad y de luz, que convertirán el azul en el que mi cerebro ha pintado el día, en un añil diferente. En Victoria Station será curioso, porque el mal del hormigón empezará a distraerme. Con mi prima empezaremos una conversación que puede que te haga permanente, como una ruina magnífica de un castillo medieval en dónde estuvo encerrado un hombre con abrigo largo, pero que no fue capaz de salir de sus paredes, acompañado de murciélagos que pueden en cualquier momento, engancharse a su abrigo y llevarle a las catacumbas. No me gustan los muertos, ni siquiera aquellos que perdurarán en la memoria de cada uno como una confesión de vida. Para mí serás un día único cuando sea abuela, cuando es posible que le diga a una nieta , si tengo, de catorce años, que un día viví más que los demás, pero para mí serás ese día especial y maravilloso, aunque estarás entre miles y miles de otros días y creo que tú no podrás decir lo mismo. Creo sinceramente que a ti, de quien me he sentido muy atraída en estas veinticuatro horas, te quedarán las columnas de un patio arruinado de ese castillo en el que estás prisionero aunque no haya puertas, y del que no sabes salir. Matu cada vez estaba más pálido. Y yo creía que era porque llevaban muchas horas sin dormir y pensaba que debía de estar horrorosa tras el tiempo transcurrido, la noche en blanco, las tensiones emocionales y la falta de brocha. Matu contestó, es posible que tenga una zona de confort como dices muy pequeña, porque es intensa y me he sentido feliz en ella toda mi vida. Pero también es posible, que en cada columna de este patio del castillo destruido -que es una imagen más española que francesa- y cuando me he abrazado a cada una, posiblemente estaba buscando la puerta de salida. Alguna de las columnas en algún momento tendría que tener la llave que me condujese al exterior. Posiblemente, todas la tengan en un escondrijo medieval en su base, pero no han sabido decirme dónde, o no he querido entender. Por otro lado, también al final del desvencijado patio de columnas, hay algunas totalmente erguidas que te explican lo que significa vete, y adónde te conducen los dos senderos que parten en sentido contrario de esa columna. Le contesté son las seis menos cinco, me voy, gracias por todo. Te doy unas gracias emocionadas, aunque no lo creas, y posiblemente con amor, aunque sea de un día. No hagamos esperar más al ruso. Insisto, quiero acompañarte, me dijo Matu. Venga, vamos, déjalo, le contesté. No bajes. Sí, sí, bajo. En el portal Matu hizo más evidente su palidez y la falta de seguridad actual, que en ese momento aparecía manifestando una contradicción gigantesca, con su apabullante momento de aparición el día anterior, y también con la magia creada por la conversación y por ese casual encuentro de los cuerpos. Cuando iba a abrir la puerta, me acerqué y nos dimos un abrazo, que cogió de improviso a Matu, pero que resultó apetecible, mientras que yo apretaba como si no hubiese habido la tensión de las últimas horas. Recuerdo que iba apretándome suave e intensamente y Matu reaccionó apretando como si quisiera borrar el momento anterior con todas sus fuerzas, casi extemporáneamente. Nos dejamos estar, diría que dos o tres minutos, hasta que me despegué y dije adiós, dejándole un beso en los labios e inmediatamente abriendo el pestillo de la puerta. Salí fuera mientras Matu, decía, de verdad, ¿no quieres que te acompañe? Contesté riéndome, ya lo sabes. El conductor ruso se bajó, cogió la pequeña mochila, queriéndola poner en el cofre pero le dije, la llevo conmigo al lado. Se metió en el coche, cerró la puerta, esperó a que se montase el conductor sin mirar a Matu.
El coche arrancó y el conductor ruso quiso hablar algo en un francés muy oscuro. Le corté amablemente el diálogo y me encerré en mis pensamientos. No quise mirar ni siquiera a la calle en la que estaban. Aunque al llegar al Quai Voltaire miré enfrente y calculé perfectamente en dónde estaba la calle, el espacio recorrido, y supe que me sería extremadamente fácil localizar la casa. Pero nunca lo intentaría. Una neblina blanca y pegajosa se había metido en mis pulmones y tenía la sensación de que me dolían los ovarios y que, en ese instante, querría desprenderme de casi todo mi cuerpo. De alguna manera, me asaltaba el pensamiento de que en la parte final de un día maravilloso había cometido un acierto, que era cantarle las cuarenta a un petimetre extravagante, aunque buena persona y sensible. Pero en el desconcierto, mi nuevo amigo Matu no sabía cómo tender puentes, aunque lo intentaba, y posiblemente, hubiera sido bueno hacer algo. Pero no, este chico llevaba cuarenta y pico años sin encontrarse a sí mismo. Sería una magnífica señal para él mismo, claro, que fuese capaz de encontrarle a ella en otro país, en otra ciudad, entre cuarenta y siete millones de habitantes. Y eso se hace. Y hoy en día, no es tan difícil con las redes sociales. Recordaba que la primera vez que le saludo en la calle de Rivoli, le había dicho mi nombre y mi apellido. Pues si quiere encontrarse a sí mismo que me busque. El coche avanzaba deprisa y estaban a punto de alcanzar de nuevo la calle de Rivoli, donde veinticuatro horas antes habían tenido su encuentro. Hoy ya no rodaban películas y los arcos solo estaban iluminados por la luz de las farolas. En el cielo se veía un poquito más de claridad hacia el este. Como ayer menos tres minutos, pensé, y seguí mi camino hacia la estación en donde, con rapidez, me despedí del ruso, que quería llevarme la maleta, pero al que dije, no puede usted dejar tirado el coche porque estorba. La niebla se había ido. Cuando me acomodé en el tren, me dolía el amanecer lejano y el horizonte de días. Y dije, me voy a poner mala.
Segundo Premio Relato corto en español - Estudiantes
Una expresión sardónica
Autor: Elisa Carrara
Master in Visual and Digital Media
Italia
Estaba saliendo tarde, como todas las mañanas. Puse mi mano en la manija de la puerta blindada, la empujé hacia abajo y luego tiré. La puerta sin inmutarse siguió ahí mismo, cerrada con llave. Y yo reboté en el aire, hacia atrás, con la misma fuerza con que pretendía abrirla. Nuevamente hoy, me había olvidado que era Annie quien me abría la puerta para ir al trabajo. Así que tuve que volver a la cocina a buscar las llaves. Estaban sobre la mesa de cristal, donde siempre las dejaba por la noche, después de llevar a pasear a Yubi. Las cogí y cometí el error de mirar el reloj que llevaba en la muñeca: eran las ocho y cuarenta y siete, habría llegado tarde a la reunión.
—¡Mierda! ¿Pero, cómo puede ser tan tarde? —exclamé, atrapando la mirada adormecida del perro agachado en el sofá: él me miró con desdén, levantado su cabeza de las patas con un cierto aire de reproche.
Tal vez entiende lo que le digo, considerando las reacciones que tiene a veces.
—Hola Yubi-yo, sigue durmiendo —le dije, como si me dirigiera a mi compañero de cuarto.
Salí, pero seguí buscando la razón del tremendo retraso: ¡Si me había levantado justo al toque del despertador! Bueno, tal vez lo había reprogramado una vez, como máximo dos... Me habré levantado unos diez minutos después de las siete. Tal vez debería ser profesor de piano, uno como el de Emma, al que no puedo soportar. ¡Me da urticaria! Tan quisquilloso, con su ceceo que vibra cada vez que pía por el interfono:
—Hola Victor, llegas con tres minutos de retraso.
Un verdadero reloj suizo este hombre, y si trato de llegar temprano, él todavía pone pegas por el telefonillo de mierda a través del cual nos comunicamos. Hace un tiempo traje a Emma a clase y llegamos pronto. Creo que fue la única vez de mi vida que llegue quince minutos antes, y el, muy cabrón, en lugar de felicitarme e invitarme a subir con la niña, empezó a gritar desde el telefonillo como su voz chirriante en medio de un ataque de nervios:
—Esto no es un bar, Víctor. No puedes llegar cuando quieras. Hay que respetar los horarios. ¡Estoy dando otra clase!
Aquella vez perdí la paciencia:
—Profe —le dije imitando su ceceo— vete a la mierda —y me alejé. Emma me miraba divertida dándome su mano y sosteniendo su muñeca favorita en la otra. Mientras caminábamos hacia el coche, la recogí y le dije sonriendo:
—Emmis, mi amor, tu profesor está muy cansado. Quizás se ha levantado mal o quizás su novia le ha quemado la comida y está enfadado. Yo no quiero que te trate mal. ¿Vamos a comer un helado? No hay clase de piano hoy, ¿vale?
Proponer a Emma ir a comer un helado era como derribar una puerta abierta. Yo sabía que mi pequeña cosita linda estaría de acuerdo y, después de todo, yo tenía ganas de pasar tiempo con ella. Sin embargo, si Annie se hubiera enterado de lo que estaba haciendo, habría sido un hombre muerto: caras largas y silencios incómodos habrían sido la tónica por al menos dos días en los cuales, tras mi incitación, ella habría explotado en reproches preguntándose primero, por qué estaba viviendo con un niño de treinta y cinco años; y, segundo, reprochándome lo irresponsable que era, incapaz de enseñar a su hija —la suya, y no la mía, porque es la suya, si tenemos que clarificar las cosas— cómo comportarse.
—¿Emmis, donde quieres ir a comer helado?
—En la tienda de Bartolo —me contestó sonriendo y mirándome detrás de sus gafas de plástico rosa.
—Vale, pero aquí está el trato: yo te llevo a Bartolo en coche, te dejo sentarte en el asiento de los mayores, te compro el helado que quieras, pero luego tienes que guardar el secreto de todo lo que hemos hecho.
Mamá no tiene por qué saber nada. Será algo que sabremos simplemente yo y tú.
—¿Y por qué?
—Porque Mamá quiere que tú te conviertas en una pianista y llegues a ser un buena música, una por la cual la gente paga una cara entrada para oírla tocar. Para llegar a ser esa persona tienes que tomar muchas clases, pero también es importante comer, ¿verdad cariño? Sin energía no irás a ninguna parte —le dije de un tirón, peinándole el pelo rubio con una mano y enrollando su rizo rebelde detrás de la oreja.
Qué pretexto más tonto, pensé inmediatamente después, suena idiota aun para una niña de cinco años. Bueno, fue lo primero que me vino a la mente. Ahora no podía retractarme del todo.
—Entonces primero comemos el helado y luego me llevas a clase de piano, ¿no? —me respondió ella, sacando su mechón de pelo detrás de la oreja y dejándolo caer delante de su cara.
—No, mi amor. Hoy el profesor está en huelga, no quiere dar clases.
—¡Aahh! —exclamó con asombro— ¿Y qué es una huelga?
—Una huelga es cuando alguien decide que no quiere hacer su trabajo porque está enfadado.
Permaneció pensativa por un momento y después dijo: ¿pero cuando estoy enfadada con la maestra puedo hacer huelga y no ir a la escuela?
Me metí en un lío, pensé. Pero reí, esta niña era un crack.
—Bueno, no, mi amor. Sólo los grandes lo pueden hacer, los pequeños deben primero pedir permiso.
El secreto entre Emma y yo duró algunas semanas, hasta que Annie se encontró con el profesor que con precisión, una vez más, elogió la puntualidad y la amabilidad de Annie contrastándola con mi torpeza y mis desesperados aires de quinceañero incapaz de manejar situaciones. 1-0 para Annie, una vez más. El día en que descubrió nuestro secreto fue el mismo día que lanzó mi guitarra, que ella misma me había regalado, por la ventana. Lo hizo sólo para empeorar las cosas y aumentar mi odio hacia ese maldito profesor. Bueno, para ser honesto, debo admitir que tal vez estaba un poco celoso de él, porque había logrado tener una exitosa y estimulante carrera. ¿Yo? No. Yo llevaba una vida aburrida de persona mediocre. Esta es la forma en la que llenaba mis días. Yo era uno del montón, en parte porque soy un gran cobarde y, en parte, porque, seamos realistas, el sacrificio nunca ha formado parte de mi vida.
Me encerré detrás de la puerta de la oficina, eran las diez menos veinte y, como de costumbre, la reunión no había comenzado. Estaban todavía todos tomando café. ¡Joder! Quizás por eso el retraso era algo intrínseco en mi vida, porque al final, no cambiaba mucho las cosas. De hecho, egoístamente hablando, mis retrasos me permitían no perder ni un minuto de mi tiempo entre los inútiles cafés con los colegas y los cigarrillos por aburrimiento.
Por la noche, llegué a casa hecho polvo. Yubi me esperaba moviendo la cola detrás de la puerta, lista para salir y Emma estaba en casa de la vecina, que desde hacía un par de semanas, me echaba una mano. Aún no me había acostumbrado al papel de padre a tiempo completo, era un desastre. Por suerte Annie habría vuelto pronto de su viaje de negocios. Un arma de doble filo, por un lado, porque de repente me tocaron todas las cosas de las cuales nunca me di cuenta, como el ciclo de la ropa de una niña que crece. Comprarla, probarla, lavarla, ponerla; fueron cosas que sucedieron y que yo, siendo un hombre, había descuidado por cuatro largos años de convivencia. Y, por otro lado, porque esa cosita linda y perfumada me hizo perder la razón: me convertía en un completo idiota frente a cualquiera de sus solicitudes. Si un día a Emma se le hubiera ocurrido pedirme que la llevara al País de Nunca Jamás, yo probablemente habría empezado a buscarlo, consciente de que el nombre de este lugar no fue escogido por casualidad.
Afortunadamente Yubi, dócilmente, iba sosteniendo las riendas de la casa. Si, ya sé, parece extraño que fuese una perra, ¿eh? Pero sin ella todo habría sido tan desorganizado que probablemente no habría salido vivo de todas las responsabilidades que de repente habían irrumpido en mi vida. En cambio, teniendo que llevarla a pasear, tenía que cuidar un poco de las apariencias. Quién me iba a decir que saliendo por la noche por el paseo marítimo de la Barceloneta me cruzaría por debajo de mi nariz una hermosa niña, que como en los anuncios de los noventa, con Chupa-chups y empujando su cuerpo sobre un par de patines, me quisiera secuestrar para una aventura fugaz. Por supuesto, la realidad era que en el mejor de los casos, me cruzaría con un paquistaní que, viéndome desolado, me ofrecería una cerveza a un euro.
Al regresar del paseo, dejé las llaves sobre la mesa de la cocina y me senté en el sofá. Puse un disco, la versión acústica de Elephant, de White Stripes y me encendí un cigarrillo. La casa estaba en silencio, tanto, que podía oír el chillido de unas gaviotas tras la ventana abierta.
Yubi estaba sobre sus cojines mirándome fumar, como si ella también estuviese buscando algo en el aire. Se retorcía poniendo el vientre hacia arriba para que le acariciara. Así que, inclinándome hacia ella sobre el reposabrazos del sofá, comencé a darle algunas palmaditas imprudentemente. No prestaba mucha atención a donde dejaba caer la mano y, en algún momento, en lugar del vientre color café, mi mano se puso sobre algo duro. Así que miré y vi que bajo uno de los cojines había una agenda negra con la cubierta dura. Este es el diario de Annie, pensé inmediatamente.
Me incliné por completo sobre el reposabrazos perdiendo un poco el equilibrio para retirar las almohadas como si fueran los restos del naufragio.
—¿Dónde diablos lo encontraste Yubi-yo? ¿Qué eres, una ladrona? —le dije en broma al perro, que excitado saltó en sobre mi cara para lamerme—. No, no Yubi, déjame, acabamos de salir, ahora es momento de descansar. Retirando la agenda de debajo del perro, sentí un temblor por la espalda. No me considero una persona curiosa, pero encontrarme con ese diario en mis manos se sentía como una barra de chocolate en las manos de un niño al desembalarla y luego decirle: bueno, no te la puedes comer. ¡Qué coño! No es mi culpa que la dejara por ahí y el perro la haya encontrado.
Leí una frase, lo cerré inmediatamente y me dije: “Si encuentro la introducción, la leo y aparto mi nariz de este cuaderno… No es propio de mí”.
Me di a mí mismo tantas justificaciones que al final me decidí a abrirlo. Estaba medio vacío, tan sólo las primeras diez o quince páginas estaban escritas; aunque hubiera leído todo, sin duda no habría descubierto los secretos de mi pareja desde que tenía quince. Así que elegí una página al azar y comencé a leer.
Día 3 - Martes, 31 de mayo
Estaba haciendo un gran esfuerzo para pintar un buen recuerdo de Barcelona, aunque leyendo lo que había escrito, era como escribir postales de desesperación. El martes se difuminó entre los demás días, borrándose lentamente, minuto a minuto. Detrás de las ventanas de la oficina había un cielo azul imponente. Había cables debajo de las nubes que parecían atar los pensamientos de la gente encerrada en los edificios, formando una red de nodos, en la cual se enredaban las gaviotas.
Qué bonito es despertarse con las gaviotas que se anticipan al despertador, incluso si no se escucha el sonido del mar. Esta mañana no he escrito, así que ahora, en la medianoche, me encuentro poniendo un disco de Carlos Gardel y retomando mi diario. La música de Gardel me relaja, me quita la ansiedad: la canción comienza hablando a Buenos Aires, como si fuera una hermosa mujer de la cual se ha enamorado locamente. Quiero de nuevo volver a contemplar —dice— aquellos ojos que acarician al mirar… Si tan solo hubiera nacido un poco antes…
A la tercera página me doy cuenta de que contar en tramos una vida tan real es considerablemente complicado. Escribiendo, pierdo piezas del puzle. Sería mucho más fácil tomar fotografías: el Parque Güell, La Pedreira, los taxis negros y amarillos que silban en la Avenida Diagonal y los turistas caminando por La Rambla. Pero, mi Barcelona está hecha de historias, no de ladrillos, incluida la mía, entrelazada con las de los demás.
Día 4 — Miércoles, 1 de junio
Esta mañana a las ocho he llevado a Emma a la escuela y la he dejado llorando desesperada: le he dicho que tenía que viajar por trabajo, y que estaría fuera unos días, pero Víctor y Patty, la vecina que le caía tan bien, no han fallado nunca. Me sentía mal, arrodillada frente a esos ojos dulces, escupiendo mis mentiras. Pero para mí, aquí, los días han terminado. Víctor será un buen padre, sin duda mejor del que Emma desconoce tener. Víctor asume la responsabilidad de una hija con una sonrisa y con la ironía, que nunca le falta.
Por la tarde, inesperadamente, me ha llamado Juan, un hombre distinguido a sus cincuenta años, que fue, durante algún tiempo, uno de mis mejores clientes. Nos hemos visto con regularidad durante más de un año, y un día cualquiera, el 24 de agosto, lo recuerdo como si fuera ayer, me dijo que no quería volver a verme. Me estaba convirtiendo en un buen hábito, y yo no merecía ser sólo un hábito. Todavía recuerdo la vergüenza durante nuestra conversación: una tarde, tirados en las chaise longue de hierro forjado de la azotea del Palace GL, bebiendo Ruinart Rosé.
—¿Desde hace cuánto tiempo llevas esta vida Maya?
—Desde hace un tiempo...
—Ponme nota entonces, imagina que fuera un restaurante donde has comido y califícame.
Me reí, volviéndome hacia él.
—Anda, trata de ser serio después de todo, no hago nada de esto para hacer rankings de hombres.
—Vale, pero no me digas que sea serio, porque eso es exactamente lo que contigo puedo permitirme el lujo de no ser. En la vida que llevo ya tengo que aguantar suficientes caras serias y desagradables. Al menos contigo, por favor, déjame ser yo mismo. De hecho, brindemos por eso.
—¿Me estás diciendo que tengo que imaginarte como un restaurante?
—Bueno, esa es la idea— me respondió, entregándome la copa para brindar.
—¿Entonces quieres que te imagine como un plato de mejillones y almejas? ¿O un buen pulpo gallego?
—¿Incluso me comerías? Imagíname como quieras, pero que sea al menos un plato que te guste porque si no, parto con desventaja…
—Bueno, no sé qué nota ponerte, ni si quiera sé que plato elegir. De verdad, no sé si podría elegir pero lo único que sé es que eres bueno.
—Me alegro de ser bueno ¿Bondad del uno al diez?
—¿Cuánto más me pagas si te doy un diez?
—No vas a aprovecharte de mí bondad ahora…
—Por supuesto que me voy a aprovechar, mis ingresos se basan en la explotación de los vicios y la bondad de los demás.
—Te recordaré así, diciéndome que era bueno, sin añadir nada más… ¿Me recordaras? ¿Cuántas copas tomaste, que dices tonterías…?
—No, Maya, no digo tonterías. He decidido que tú serás un recuerdo.
—¡Venga! ¡No digas tonterías! ¿Quieres matarme? —dije quitándole hierro, aunque en el fondo sentí como si faltara la tierra de debajo de mis pies.
—Te lo dije, no mereces ser sólo un hábito.
—Bueno, me consuela que al menos no quieras matarme.
Juan estaba casado, pero no felizmente. Para quitar hierro a su situación, decía simplemente que se había casado con la mujer equivocada. Tenía dos hijas, pero ya se habían ido de casa hace tiempo. Ellas lo adoraban, iban a verlo, a veces le acompañaban en sus viajes de trabajo, pero a él, le faltaba algo. Fue su secretaria, un viernes de hace cuatro años, por la tarde mientras me tomaba una cerveza en un bar del Raval con Yubi a mis pies, asfixiadas las dos por el calor del verano, la que me llamó y me pidió con timidez que nos reuniéramos para fijar los detalles de una posible colaboración con el Sr. Danz. El Sr. Danz era algo más que un hombre distinguido a sus cincuenta años; era un diplomático con mucho poder e influencia, y también bastante conocido. Casi me caí de la silla cuando la secretaria me confirmó la cita. Se trataba del mismísimo Sr. Danz.
Con el tiempo cogimos confianza. Siempre íbamos al hotel W, el que está en el paseo marítimo. Cada vez que íbamos, él ya tenía una reserva de dos habitaciones, una para mí y otra para él. Quería que me sintiera cómoda y, a veces, me pedía que me pusiera el vestido de noche para ir a verlo a su habitación e imaginar que nos íbamos a cenar, él y yo. La verdad es que no podíamos ir tan lejos, solo salíamos a la terraza de su suite, pedíamos comida, champagne y luego teníamos sexo, después de largas conversaciones intelectuales.
Me pagaba siempre poniendo el dinero en una caja de bombones, mis favoritos. Era un hombre culto, que escuchaba. Yo le contaba acerca de mi vida salvaje, de cuanto me gustaba de tomar fotos y cómo, mi amor perdido, me enseñó todo lo que sabía acerca de la fotografía. Le conté la forma en que me había abandonado, y me había dejado una hija, Emma, de la que no quería ni oír hablar.
Juan, como un buen padre, sabía que lo que hacía, lo hacía por alguna razón, pero estaba segura de que no me pagaba por piedad. Sin embargo, apreciábamos la compañía del otro. A veces me pedía que hiciera algunas fotografías, pero desde el W las fotos no me salían bien, siempre le decía que había demasiado mar alrededor. Y por esa razón, habíamos cambiado de hotel, abandonando los hábitos del W por el Palace GL, donde por lo general daba mis citas a los otros clientes, y donde, tan pronto como llegué a Barcelona con Emma en el vientre, me había refugiado por un tiempo, gracias a la ayuda de Marco. Este último era uno de los socios y sabía que nadie se habría quejado de mi presencia abusiva en una habitación en proceso de renovación. Por lo tanto, aunque yo no perteneciera al estilo glamuroso del hotel, con todos esos ornamento, y sus elegantes clientes, yo allí, me sentía como en casa. Paradójicamente, entre esas paredes, había encontrado una nueva forma de amor y desde la ventana de mi habitación había empezado a apreciar el encanto de las avenidas de Barcelona.
***
—¡Joder! —exclamé. Si hay una cosa de la que me di cuenta leyendo estas postales, es que estaba viviendo con una puta. - ¡Joder! - exclamé otra vez. Me levanté del sofá, encendí un cigarrillo y me fui a buscar el teléfono para llamarla. Desde luego que sí, tenía que llamar a esta cabrona. ¡Maldita cabrona!
Por supuesto, como un idiota, no podía encontrar el teléfono. Busqué en todos los bolsillos y no estaba. ¿Tal vez lo dejé en el coche? Me precipité hacia la calle pero tampoco estaba ¿Lo había olvidado una vez más en la oficina? Probablemente, sobre todo teniendo en cuenta las toneladas de cosas que esta cabrona me había dejado para hacer durante estos días mientras que ella se había ido quién sabe dónde ¿Trabajo? ¿Viaje de negocios? ¡Trabajar, un cuerno! Tal vez estaba en un crucero lamiendo a un viejo noble y podrido de dinero ¡Vete a la mierda otra vez! Pensé. Volví a sentarme en el sofá, incapaz de encontrar el teléfono, para al menos seguir leyendo todo el diario. Ahora la pirata de mi pareja se podía ir a la mierda del todo. Encendí otro cigarrillo y le di una calada con fuerza. Esas líneas me habían destrozado el corazón como el golpe desleal de un boxeador a su oponente.
Annie era la persona que inspiró mi vida con su fortaleza y su belleza interior. ¡Menuda cagada!
Cuando más pensaba en esas líneas más me daba cuenta de cuántas cosas había pasado por alto en nuestra vida diaria juntos. Ahora que lo pensaba, recordé que al menos una vez por semana, si no más, Annie trabajaba fuera. Además, la cabrona me decía la verdad, sólo que evitaba especificar que trabajaba por las noches.
Di otra larga calada llenándome los pulmones de humo, y luego abrí de vuelta el diario por la primera página.
Día 1 - Viernes, 27 de mayo
Ayer tomé una decisión. Parece raro, ¿verdad? Es que ayer fue un día hermoso. Barcelona tiene hoy su mejor cara. Frente a su belleza pensé que no, no podía irme de aquí sin celebrar sus calles y sus monumentos con unas palabras. Mientras regresaba a casa desde el hospital, descubrí una plaza. Y no una de las mediocres, una plaza hermosa, además en el mejor momento del día, cuando la luz romántica del atardecer hace todo más suave. Pintada de rojo, encerrada en una forma rectangular, tiene tres entradas grandes y una un poco más pequeña. Que no me pidan el nombre, seria pedirme demasiado, aunque, si vuelvo a pasar por allí, me lo apuntaré. De lo que me acuerdo bien es de que se apoya por un lado en la Facultad de Geografía y Filosofía, y tiene un bar llamado D'Annunzio, nombre que me hizo sonreír. En el centro, hay un jardín rodeado de motos y bicis. Pocos coches, mucha gente, pero eso es porque hace un par de días, aquí, la primavera se ha acabado y ahora es absolutamente verano. El aire se ha puesto caliente y la arena de la playa está cubierta de sonidos: los primeros bañistas se asoman ya con sus bolsos de colores y sus sombrillas.
Después de tantos años viviendo aquí, esta ciudad aún logra sorprenderme: se renueva y me ofrece rincones desconocidos, dejándome constantemente sin palabras.
Volviendo a mí, estoy en el autobús, ese lugar lleno de trabajadores, aquellos que hacen avanzar el país. Estamos todos pegajosos por el calor y hacinados como sardinas, pero yo, desde hace dos meses, viajo en primera clase, o sea, tengo mi asiento asegurado. Después de desmayarme dos veces, la gente se ha dado cuenta de que era mejor darme preferencia para subir al autobús, para evitar los cadáveres, literalmente ¡Por una vez en mi vida, estar enferma ha servido de algo!
Dicho esto, aunque este bus supuestamente es exprés, tarda un siglo en llevarme a mi destino, y desde que he terminado de leer el libro sobre la historia del rock, que me ocupaba esos largos 40 minutos que me separan de la oficina, me he comprometido conmigo misma a dejar un recuerdo escrito de esta metrópoli construida enfrente del mar.
Ayer el médico me ha visitado y me ha dicho que ya no falta mucho para que empiece a perder el control de mis músculos:
—Señorita Annie, lo siento por darle siempre y sólo malas noticias, pero me temo que no le queda más de un mes —me ha dicho afligido—, no puede seguir fingiendo que no es así. ¿Se ha dado cuenta de que comienza a cojear? ¿O lo hace a propósito para burlarse de mí? —sonrió bajando sus gafas sobre la nariz.
El Dr. Sosa conoce bien mi sentido del humor. Yo me he tomado el anuncio con calma: era lo que esperaba, de hecho, había pensado que me daría menos tiempo. Desafortunadamente, treinta días son muy pocos para poder disfrutar de Emma y Víctor, ver a una crecer y al otro envejecer. Así, volviendo a casa, decidí desaparecer de aquí lo más pronto posible y volver, a la que hasta seis años atrás, fue mi casa: Belgrado.
No quiero ser un peso adicional para Víctor y tampoco quiero que me vea sufriendo.
Mientras tanto, mientras escribo, Barcelona fluye tras la ventana del autobús: la observo centímetro a centímetro, como si fuera la primera vez. Es como un plato de comida, cuando sabes que no te lo puedes comer: en tu mente resulta mucho más sabroso. No creo que vuelva aquí de nuevo, a menos que, entre todas las invenciones del milenio, alguien sea capaz de inventar los milagros.
Pero bueno, ahora me tengo que bajar del autobús.
Día 2 — Lunes, 30 de mayo
Esta mañana escuchaba Ray Charles y casi perdí el autobús.
El sol de las ocho ya hace sudar, preparando el terreno para un día de trabajo pesado: las responsabilidades son las que más me asustan porque yo, como siempre, no las quiero. Prefiero vivir en el anonimato.
El fin de semana ha sido muy largo, sobre todo porque la semana pasada empecé a salir con los clientes el lunes, y no por soledad, que quede claro. Tampoco por desesperación. Lo hago para distraerme del dolor, y sobre todo para ganar los últimos ahorros para Emma. Además, con champagne en la sangre y fumando marihuana las cosas parecen mejores. Simultáneamente a esta iniciativa, he empezado un entrenamiento personal de jogging. Podría parecer una idea completamente idiota, pero paradójicamente moverme me hace sentir mucho mejor. Barcelona se deja correr, casi siempre me lleva a perderme por la colina de Montjuic, o, cuando voy hacia la playa, me desafía a quitarme los zapatos y correr por la arena mojada. Corro despacio, pero la gente me sonríe y me anima, y cuando empieza a llegarme la satisfacción de los primeros cinco kilómetros, me pongo a buscar un banco de cemento vacío, duro y liso, para hacer unos abdominales, mirando al sol de las ocho que apenas comienza a ponerse.
Víctor estuvo fuera este fin de semana, se fue a visitar a sus padres. Sentía mucho que me dejara sola, pero me prometió que haría todo lo posible para volver el domingo por la noche, aunque hubiera sido más feliz si me hubiera ido con él. Como de costumbre, sin embargo, el domingo perdió el tren y yo, la paciencia. Se lo ha buscado, o, quién sabe, lo ha hecho a propósito. Yo había comprado unas gambas en el mercado de La Rambla para hacerlas a la plancha, como nos gusta a los dos. Pero su enésimo retraso me hizo perder la paciencia: además, a Emma ni si quiera le gustan las gambas.
Afligida por la noticia, me había sentado encima de la barra de madera de la cocina, mirando al vacío. Estaba enfadada, conmigo misma también, por todas las decisiones imprudentes que he tomado en mi vida. Tenía la impresión de que todos mis esfuerzos para crear una familia con un hombre responsable y capaz de amar de la misma manera a mí y a mi hija no habían servido a nada. Tenía miedo de que él, también, una vez solo, se envolviera demasiado en sus cosas, olvidándose de Emma. He llorado, dejando las lágrimas caer en el suelo de terracota.
Pero ya era demasiado tarde para arrepentirse de mis decisiones pasadas, no tengo tiempo.
Solo necesitaba sentirme mejor, así que llamé a Marco:
—Hola, Tato.
—Hola —me ha contestado él con un tono plano.
—Hombre, se te ve feliz por saber de mí, ¿eh? —le he replicado. Ha sonreído. Sé cuándo lo hace. Con los años he aprendido mucho sobre sus silencios. Su respiración, cuando sonríe, cambia.
—¿Cómo estás? —ha seguido él, ignorando mi comentario.
—¿Qué haces esta noche? ¿Estás en el hotel?
—No, hoy, es día de descanso para mí. No sé qué hacer. ¿Tú?
—¿Puedo ir a tu casa? Tengo una “sorpresa de terraza”.
—Vale. ¿Entonces, pongo el vino en la nevera?
—Me parece muy bien.
—Tú puedes beber, ¿verdad?
—Qué pregunta, como si pudiera cambiar algo. Incluso si no pudiera hacerlo, lo haría. Venga pues me pongo algo y voy para allí.
—Vale, hasta pronto.
—Hasta pronto. Y apreté el botón rojo del iPhone para terminar la llamada.
Dejé a Emma en casa de la vecina viendo una película y me fui. Marco vive cerca, es casualidad, tal vez una señal del destino. Desde el día en que llegué a esta ciudad, nos vemos a menudo. Nos conocimos a través de amigos de amigos; él era y sigue siendo mi punto de referencia aquí. Silencioso e inmóvil es un poco como si fuera un edificio, es parte de la decoración de Barcelona.
Me abrió la puerta con su pelo despeinado.
—¿Has estado fumando? Parece que acabas de regresar de la Luna, le dije dejándome caer entre sus brazos abiertos.
—Hola Annie —me saludó dándome un beso en la frente y apretando con un brazo alrededor de mi cintura.
—Sube a la terraza, ya está todo listo.
Aquí en Barcelona no existen tejados inclinados, en su lugar hay un número indefinido de terrazas. A veces, por la noche, por las calles del Poble Sec o de Gracia, se escucha la música que cae desde las terrazas e inunda los árboles y los callejones durante el crepúsculo. La música es una razón más para mirar hacia arriba y no caminar con la cabeza gacha.
Muy al contrario, desde la terraza de Marco, lo único que se difunde en el aire son nuestras charlas y el olor de pescado a la parrilla. Aquí arriba, no se permite ningún lujo adicional: son sólo ladrillos y una barbacoa cutre. Se come sin mesa, sentados en el suelo en dirección al mar.
Cocinamos lentamente, cubiertos por el sol, que, poniéndose sobre el mar, pintaba el cielo de diferentes tonos de rosa. Nosotros, mientras tanto, nos tomamos el tiempo para beber demasiado vino y charlar de todo, dejándonos de repente dominar por unas largas pausas. Mientras observábamos el horizonte rojizo, le dije que me iba a marchar pronto.
—¿Dónde vas? —me preguntó con calma.
—Regreso a Belgrado, allí hay tratamientos más baratos y todavía tengo algunos amigos que me pueden ayudar.
—¿Por qué no vuelves al hotel? Nadie se dará cuenta y yo podría cuidarte.
—No, Marco, gracias. Seguir aquí significaría seguir enfrentándome a mis secretos todos los días. No sería libre, incluso para mirar por la ventana de la Avenida Diagonal, por temor a que durante la aburrida inmovilidad a la cual estoy condenada, me vengan demasiados remordimientos por lo que le hice a Víctor. Estoy harta de esconderme.
Después de una larga pausa para respirar, me quedé mirando a las antenas impresas en un cielo rosado que se desplegaba por encima de los edificios. Luego continué:
—Quiero ir a un lugar donde pueda tener el lujo de ser olvidada y miserable. Quiero morir en paz. No me queda mucho y quiero guardar el mejor recuerdo de Barcelona.
—Tal vez tienes razón —dijo en voz baja—, no sé dónde encuentras la fuerza y el coraje para hacer todo lo que haces y has hecho.
Él también, tenía los ojos mirando hacia el mar, lo percibía a mi lado, inmóvil. Otra pausa convirtió este último momento en una eternidad. De repente, como para tomar coraje, tragando el vino que tenía en su vaso y todavía mirando hacia adelante, rompió el silencio diciendo:
—¡De verdad, eres y sigues siendo una cabrona hasta el final!
Nos reímos estruendosamente, dejando que las lágrimas de tristeza se confundieran con nuestra risa prolongada.
De regreso a casa, caminando por la estrecha acera, mis pasos nocturnos se dejaron acompañar por un corazón solitario, porque el mío no está en ningún sitio; se ha ido, dejándome incapaz de seleccionar los sentimientos. Hace años que mi jukebox sentimental está roto. El verdadero padre de Emma le ha lanzado una piedra, o lo ha enterrado en un vertedero, dejándome el vacío en su lugar.
La noche de Barcelona parecía acunar nuestro paseo, como si se tratase de alguien en un balancín sintiendo la brisa que le envuelve alrededor del cuello como si fuese una bufanda de aire fresco.
Llegando a la puerta azul de mi edificio, Marco tiró el cigarrillo y me abrazó. Al principio casi sin atreverse, después, me encerró fuerte entre sus brazos, apoyando la barbilla sobre el hombro e inclinando un poco la cara como para acercar su nariz al olor de mi cuello. Al mismo tiempo sentí que metía la mano en el bolsillo de mis vaqueros: sabía que era dinero. Sin moverme susurré:
—No.
Pero él, obstinadamente, empujó bien hacía el fondo los billetes:
—Ssssh, te van a hacer falta.
Me sentí culpable, lo había llamado porque quería verle, no para pedirle ayuda, otra vez…
En aquel momento deseé que nuestro abrazo no acabara nunca. Me hubiera gustado que todo se congelara en ese momento: inmovilizar el camino a casa en una postal y convertirlo en un marca-páginas en el libro de otra persona.
Estaba un poco mareada, como muchas veces cuando estaba eufórica, pero, esta vez, sólo me sentía triste. Me he dado cuenta de que la parte más difícil de dejar esta ciudad no está en tomar la decisión de hacerlo, sino en comunicarla a las pocas personas que, después de todo, me quieren. No sé cómo habría hecho para decírselo a Víctor. Tal vez hubiera sido mejor que no regresara. Una vez fui abandonada, la segunda no me habría hecho más daño. Esta vez, al menos, había asegurado un futuro a Emma, por lo menos económicamente.
—Bueno, entonces adiós —susurró Marco, interrumpiendo mis pensamientos.
—Adiós —le contesté, mirando hacia el horizonte para evitar las lágrimas.
Le observé volviendo en sus pasos, sin mirar hacia atrás, con la camisa abierta. La carta que le había dejado era mi testamento. Él lo sabía todo, le había dejado las coordenadas de las cuentas bancarias donde, durante años, había ahorrado el dinero para Emma.
Su malestar era evidente y se observaba a través de su lenta caminata. Marco no caminaba nunca, patinaba siempre, incluso a los cuarenta años. Era la primera vez que salía sin su patín. Algo había cambiado en él, tal vez. O tal vez no.
Estuve debajo de la casa un rato más: cuatro pisos de escaleras son una tarea heroica en mi estado físico. Apoyada contra la puerta, con las manos detrás de la espalda, miré la calle vacía. ¿Cuántas veces había recorrido este camino?, ¿Cuántos trapos colgados en los cables entre los balcones había visto? ¿Cuántos coches aparcados?, ¿Cuántos olores a pis de perro había respirado? ¿Cuántas veces, observando a la gente detrás de las ventanas, me había dicho a mí misma que este era mi lugar?
Por encima de los edificios estaba la luna. Nos miramos, y, finalmente, me decidí a subir al piso.
Tenía un mensaje de un cliente que quería verme. Podía aprovechar que ni Víctor ni Emma estaban en casa para verle. Patty habría cuidado a Emma, ella sabía cómo funcionaban las cosas. Subí con paso tambaleante para cambiarme y cepillarme los dientes y luego regresé a la calle en busca de un taxi.
Iba hacia al norte, hacia los barrios que hay debajo del cerro, donde viven los ricos.
***
Ahora estaba terriblemente confundido. Me salté las páginas que ya había leído. No quedaba mucho tiempo ya.
Día 5 — Jueves, 2 de junio
Y está casi hecho.
Estoy sentada en la Rambla del Raval.
Último día en Barcelona.
Hoy me he permitido a mí misma un día libre. He arrastrado mis miembros cansados en un madrugador y silencioso tren para ir a San Pol de Mar. Es un pueblo precioso, posado entre el espacio que el mar deja a la tierra. El ferrocarril pasa por la playa robando el protagonismo a las últimas casas que dan al mar. Cuando estás allí tienes la sensación de estar en otro lugar, pero yo misma ya creo que estoy en otro lugar.
Justo por encima de esto se extiende una carretera: asfalto negro quemado por el sol limitado por barandillas azules que se pierden entre las sombras celestes. A partir de ahí, las secas callejuelas de junio se desplazan formando islas de flores rosas que escalan desesperadamente las paredes tan blancas que te ciegan. El sol quema todo y no deja ni un soplo de viento.
Este es un país de viejos, de almas invisibles, escondidas en lugares frescos porque, cansadas, ni siquiera tienen ganas de mirar por la ventana: sus vidas ya les ha permitido todo.
En las tiendas escasean las verduras: los calabacines son opacos y las patatas quedan todavía envueltas en demasiada tierra. Cebollas, paquetes de garbanzos, zanahorias negras: nadie las quiere, se quedan en esas cajas de cartón, una a tras de la otra, alineadas en el suelo de mármol naufrago de los setenta. En la tienda delante de la cual paso, la dueña deja pasar el tiempo sentada en la sombra esperando la llegada de algunos clientes. Las otras sillas, al lado de la entrada, ellas también, parecen esperar a alguien.
Valía la pena este día de vacaciones silencioso y lejos del ruido del tráfico. El dos de junio es el día perfecto para bañarse y estar sentada en arena a pensar.
Estos seis años en Barcelona me han fortificado: ahora, no hay sonrisa que no pueda devolver. He pensado en Víctor, el que quiere envejecer en buena compañía: él sigue haciéndome sonreír, incluso desde lejos. Espero que encuentre alguien con el cual pueda ser feliz. Yo siempre estaré por allí, como si fuera parte del público de este magnífico espectáculo que es la vida.
***
Después no había más nada. Estaba terriblemente confundido, había perdido la noción del tiempo y del espacio. Podía oír sólo el sonido del vacío. De repente me di cuenta de que en Barcelona, a partir de ahora, algo habría faltado. Annie se había ido para siempre, como mi guitarra, desde la ventana, sin dejarme tiempo para reaccionar.
Tercer Premio Relato corto en español - Estudiantes
De vuelta a Barcelona
Autor: Sofía Quetglas Diz
Master in Management
España
Sentado en el viejo banco de la estación esperaba impaciente su llegada. Lo tenía todo preparado. No dejaba de mirar el gigantesco reloj de manillas doradas del siglo XVIII que pendía del techo y veía como pasaba el tiempo. Mis zapatos viejos y ajados retumbaban en el suelo al ritmo que mis pies llevaban, denotando mi nerviosismo e impaciencia.
La estación estaba vacía. Sólo una pareja de jóvenes en el lado opuesto mantenía una conversación que llegaba a mis oídos como susurros. Era un día agradable de otoño. No hacía frío y el sol todavía calentaba lo suficiente como para sentirlo en la piel, lo que resultaba extremadamente agradable. Corría una suave brisa, no lo suficientemente fuerte como para despeinar mi engominado pelo, pero que me acariciaba las orejas produciéndome un cosquilleo.
Cerré los ojos e intenté calmarme.
De repente un ruido me despertó de mis pensamientos y presté atención.
Estaba llegando el tren. Me levanté agitado y nervioso, me dirigí al andén. El tren se acercaba apresuradamente como una bala, haciéndome sentir cada vez más inquieto. El suelo retumbaba y por megafonía anunciaban que el tren con procedencia de Madrid estaba llegando a su destino en hora. Cuando paró del todo, las puertas se abrieron y un revuelo de viajeros y maletas tomó el andén, haciendo inaudible la mecánica voz de la mujer que anunciaba que la parada duraría 20 minutos antes de continuar su trayecto. Busqué desesperadamente el coche número ocho donde debía recogerla.
Contuve la respiración unos segundos cuando lo vi. Y allí estaba ella, tan espléndida y radiante como la última vez que la había visto, justo en esa estación… Me acerqué. Fijamos nuestras miradas y permanecimos en silencio, desafiantes…, hasta que de sus ojos comenzaron a brotar unas lágrimas limpias y cristalinas. Su cara estaba surcada ahora por unas profundas arrugas que me hicieron ser consciente por primera vez del tiempo que había pasado. La abracé fuertemente y olí de nuevo el olor de su pelo, tan negro, tan suave…, un olor a cigarrillos y vainilla que me resultaba tan familiar inundó mis sentidos y me transportó durante esos instantes a aquella vez que la abracé por última vez, y a cómo me había resultado imposible desprender ese olor de mi ropa y mi piel durante los negros años que se habían sucedido después.
Un beso en mi mejilla me sacó de mi ensoñación.
—Será mejor que nos vayamos ya… —dijo ella con su dulce y aterciopelada voz.
Cogí su escaso equipaje y nos dirigí hasta mi coche, un viejo Volkswagen rojo que funcionada a duras penas. Ninguno de los dos dijo nada más, ninguno miró al otro, ninguno sonreímos durante aquel trayecto hacia el centro de Barcelona, que se hizo eterno entre tanta tensión. Aunque a ambos nos invadía una repentina felicidad por volver a vernos, no olvidábamos el motivo por el cuál ella había regresado a Barcelona.
Finalmente llegamos a mi apartamento. Aquel minúsculo y destartalado apartamento que tanto odiaba. Había intentado que luciera lo más luminoso y limpio posible para cuando ella llegara, pero a pesar de mis esfuerzos la oscuridad lo inundaba y los viejos muebles hacían que pareciera un lugar lúgubre y poco acogedor. Aun así, ella sonrió cuando vio las flores que había colocado encima de la mesita auxiliar. “Recuerdo lo mucho que te gustaban, Anna”, pensé.
La acomodé en mi habitación. Ella se sentó en mi cama, sobresaltándose al escuchar el crujido que esta producía, y me miró. Estaba muy seria. Los años habían pasado para los dos, pero todavía podía ver en sus ojos ese brillo que le producía Barcelona.
—Daniel, yo…
—No tienes por qué decir nada Anna, aquí estás a salvo y eso es lo que importa.
Anna volvió a sonreír. Esta vez con dulzura, ternura, agradecimiento y un profundo amor.
Salí de la habitación cerrando la puerta tras de mí. Encendí un cigarrillo, me serví una copa de whisky de mala calidad y me senté en mi viejo y polvoriento sillón de oreja. Había esperado tanto aquel momento que me sentía completamente abrumado. Me pasé la mano por el pelo lleno de gomina, como de costumbre y acto seguido me la limpié en mis pantalones grises y raídos, aquellos que sólo me ponía en las ocasiones especiales.
Había dejado la ventana completamente abierta, y llegaban desde ella todos los ruidos de la calle: los coches, la gente, los gritos de los niños saliendo de los colegios y volviendo a casa. Y me adormecí invadido por un profundo sopor.
Un dulce aroma me despertó más tarde, un olor que me recordaba a mi infancia. Mi cigarrillo se había consumido entre mis dedos y había dejado un halo de ceniza en el suelo. Me levanté del sillón, me desperecé y crucé la estancia hasta la cocina, curioso por qué era aquél olor. Vi la delicada silueta de Anna en la pequeña cocina americana de la que disponía el apartamento. Me acerqué y la abracé por la cintura. Ella, sobresaltada, se dio la vuelta y me miró, sonrojada.
—Pensé que te apetecería cenar algo…
Estaba preparando tortillas francesas.
—¿Te acuerdas? Como me enseñó tu madre…
“Cómo no me voy a acordar Anna”, pensé.
Dos días pasaron sin más, encerrados en aquel cuartucho, sin noticias, saliendo como mucho a la tasca de Miguel a por un poco de whisky para aliviar los nervios.
Anna y yo no hablábamos demasiado, yo pasaba la noche en vela y cuando ella despertaba, aprovechaba para ocupar la habitación un rato y poder descansar. Ella, mientras, embellecía un poco el apartamento con pequeños toques, tratando de hacer que la estancia para ambos fuera más agradable. Habíamos pasado ocho años sin saber el uno del otro, y después de todas las veces que pensé en todas las cosas que le diría si la volviera a ver, no sabía cómo, ni por dónde empezar, ni de dónde sacaría el valor para volver a enfrentarme a mis fantasmas. Ella pareció entender mi silencio y lo aceptó, haciéndome compañía con su simple presencia, sonriéndome con cariño y procurando no mostrarme lo nerviosa que también estaba ella.
Al tercer día llamaron a la puerta. Anna y yo nos miramos. Me dirigí con sigilo hacia la puerta de entrada y la abrí. Al otro lado apareció un hombre rodeado del humo de su habano, con una gabardina gris y un sombrero marrón. Su aspecto era misterioso, pero sabía de quién se trataba. Le invité a entrar.
En cuanto lo vio, Anna se levantó de un salto del sillón y corrió a abrazarle. Comenzó a besarle empapada en lágrimas. Él la tomo en sus brazos y la abrazó fuertemente.
Allí estaba ella, la única mujer de la cual había estado enamorado, abrazando a otro hombre: su marido. Me senté de nuevo en el sillón, completamente abatido y esperé a que terminaran de deshacerse en caricias y a que se sentaran en el sofá frente a mí. Un silencio incómodo dominó la estancia durante unos segundos.
Carraspeé y comencé a hablar:
—Estoy al corriente de todo y opino que sería mejor que os marcharais esta misma noche de España. Tengo dos billetes de tren con destino a Lyon que sale a las once y media… Creo que sería mejor que os dieseis prisa en prepararos. Yo os puedo llevar a la estación.
—Señor Estrada yo quería…—comenzó el marido de Anna, del cual aún no sabía el nombre.
—Llámame Daniel, y tutéame por favor. No tenéis por qué darme las gracias por nada. Anna… sabes que haría cualquier cosa por ti.
La miré de reojo y vi cómo sus ojos brillaban de emoción.
El marido de Anna permaneció callado unos instantes, meditando seriamente qué decir, mientras sostenía fuertemente la delicada mano de Anna entre las suyas.
—Mientras vivíamos en Madrid —comenzó— tuve la suerte de hacer buenos negocios en el sector del petróleo. Tenía buenos socios y durante unos años todo nos fue muy bien. Éramos felices. Pero desde que comenzó la crisis todo fue decayendo. Los negocios nos iban mal, y mis socios decidieron, previendo lo que nos podía suceder económicamente, empezar a ejercer negocios ilegales con el fin de no perder todo el dinero que habíamos invertido hasta entonces. Te mentiría si te dijera que no estaba al corriente, pero nunca estuve de acuerdo en participar de ello. Me la jugaron y pusieron todos los papeles a mi nombre. Yo mientras tanto seguía intentando sacar nuestro negocio a flote, pero la crisis se hacía cada día más grave y la gente empezaba a enloquecer. Mis socios contrajeron una deuda muy fuerte con una mafia extranjera que se encargaba de hacer importaciones ilegales de petróleo en el país, y debido a la devaluación tan fuerte que hubo, se vieron incapaces de asumir la responsabilidad ante dicha deuda.
Hace una semana que huyeron de España. Nadie sabe nada de ellos, y todos los papeles, tanto de nuestro negocio como de sus actividades de estraperlo están a mi nombre. La mafia extranjera me busca. Y a Anna. No sabía qué hacer, por eso te llamé, la subí en ese tren, y esperé a haber solucionado un par de cosas en Madrid para venir a llevármela y ponernos a salvo —su voz era franca y sincera aunque ligeramente temblorosa debido a la presión que estaba soportando en ese momento.
Me quedé callado mirándolos a ambos. Se merecían ser felices. Ella se merecía ser feliz. Sonreí intentando parecer despreocupado y sin emitir ningún juicio hacia su historia, fui a buscar los billetes de tren que me había conseguido Miguel, el dueño del local de debajo de mi apartamento. Cuando entré en mi habitación no pude evitar pensar que la casa estaría muy vacía sin Anna, y sopesé la posibilidad de no volverla a ver… otra vez. Me quedé mirando la pequeña de Anna, la fotografía de la virgen que había colocado sobre la almohada, la forma en la que las sábanas yacían perfectamente dobladas en un extremo de la cama…
Un golpe en la puerta me sobresaltó y me dirigí raudo a abrir la puerta.
Ese debía ser Miguel para cobrarme el dinero de los billetes. En el salón Anna y su marido estaban de pie, recogiendo los objetos personales de ella.
Giré el pomo y lo que aconteció después fue rápido y confuso. Solo advertí a ver una figura oscura en el umbral, mirándome fijamente. El aspecto era amenazador. Escuché el grito ensordecedor de Anna a mis espaldas y acto seguido un estruendo proveniente del lugar donde la figura se encontraba. Sentí un terrible dolor en el pecho y caí semiinconsciente al suelo, dándome un fuerte golpe en la cabeza. Me dolía mucho el pecho y me costaba respirar. Lo último que logré ver fue la figura, envuelta en una gabardina, apuntando con una pistola a mis dos amigos. Ella lloraba y gritaba mi nombre y él suplicaba por la vida de ella. Quise levantarme pero no tuve fuerzas, tampoco mi voz respondió.
Nos habían encontrado.
Uno… dos disparos más y cerré los ojos.
Para siempre.
Mención Especial Relato corto en español - Estudiantes
Muerte en María de Molina
Autor: María Isabel Macías Núñez
Master in Corporate Communication
España
En recuerdo de las dos chicas atropelladas el 20 de febrero de 2016.
Ya te lo había dicho, lo que puede pasar siempre pasa, no se puede estar por la calle a esas horas. Los que están o son borrachos o son violadores o están cabreados. La noche es un animal extraño del que no te puedes fiar y al que nunca conoces del todo. Las caras son máscaras que se convierten en fantasmas y las luces sirven para tapar a los que se escudan en lo oscuro.
¿A quién se le ocurre cruzar una calle por el paso de peatones, mientras un conductor se salta el semáforo porque llega tarde a la oficina, ha discutido con su mujer, no tiene dinero a fin de mes y su hijo tiene varicela? Te lo dije, no hay que cruzar cuando un conductor tiene prisa.
Pero tú no me hiciste caso, y aquella madrugada diste un paso por el paso de peatones hacia la muerte, ante la atenta mirada de la luna llena que ahora te abraza. Ya no tienes delante de ti un futuro, ya el amor se te escapa como las nieblas volanderas hacia el recuerdo o hacia el olvido.
Todo esto lo dije, seguro. Pero no tenía razón, la única razón era tu juventud, tu alegría, tu amor desperdigado. Mi única razón eras tú. Tu fuerza se movía por tus venas -como no te podía seguir, te miraba- esas venas que transportaban la sangre arrebatada que queda en el asfalto y que no te mueve.
Aquel conductor se ha llevado mucho más que tu vida, también se ha llevado la mía. Se ha llevado la mirada que me hubiese acogido más tarde, pero que retendré en silencio en la bruma de mis lágrimas, en el dolor desbordado, en la tragedia de una tierra rota.
Hija, hija de alma, hija. No quiero esperar nada.
Nunca, nunca más.
Primer Premio Relato corto en inglés - Estudiantes
Aroma
Autor: Do Xuan Hoang
Bachelor in Architecture
Vietnam
“Just still early May, the season came rather early this year hasn’t it?” – Madam Lien said, as she inspects each and every lotus bud in the dozen her vendor has brought to her. The flowers were fresh, dewdrops still hanging on their petals – they were only cut less than an hour ago, at the break of dawn, before any of its fragrance could escape (by early morning, the flowers would already start to open and release its perfume over the lake.)
By 9 in the morning, Thao, Madam Lien’s fourteen years old granddaughter, arrived at her house, just like every usual Saturday. “I was just making lotus tea.” – Grandma Lien told Thao as she leads her grandchild towards the window side dining table where the lotus bouquet neatly lays. She demonstrated the delicate process as her maid and Thao watched attentively. “Gently fold each petals outwards, so as to avoid any bruising or tearing, until you reach the small inner petals.” Using a wooden teaspoon, she carefully inserted green tea leaves into the small chamber in between the golden seed pod and the baby petals of the flower. “Too much greed, and you’ll never be able to bring back its original shape.” She then folded the petals back again, concealing any trace of the intervention that was made. It would be impossible to distinguish them from the other lotuses, were it not for a large lotus leaf to be draped over the flower and tied to the stem, ensuring total capture of the flower’s fragrance. These little lotus buds with their little secrets are put into a vase, amongst all the other lotuses that have been chosen to bloom. “And now we patiently wait” Madam Lien said, “there is a fine border, between the peak of the aroma and total contamination, once the petals start to wilt”.
At eighty six years of age, Madam Lien lived alone, and only employs the daytime help of her maid. Her children have constantly insisted her to move in with them, to which she always firmly declined. Of course she loved having their company around, but she could not bear to leave the comfort (or rather the sentimentality) of her own home: a very narrow street house, with ochre walls encrusted in moss and wooden windows the shade of faded green, that seemed almost frozen in time amongst the series of brash glass facades of adjacent shops which constantly bustled with commotion. A visitor might be overwhelmed by the clutter of objects in such a small space, but with close observation, each and every single of them have been intentionally positioned to serve a specific part of her daily routines. She has an obsession of finding new ways to recycle old things, from biscuit tins that she fills with sewing equipment to perfume bottles (that age back to the French colonial era) which she now utilizes as containers for various kinds of fish and soy sauces. “Who knows when you would need them?” – she would reply, whenever someone tries to convince her that it is time to discard an object.
Food, however, was a different matter. Madam Lien would only buy ingredients fresh in the morning and cook them for the day. “At this age I couldn’t even plan far ahead to buy green bananas.” – she often joked. Unsurprisingly, her food has always been a clear reflection of the seasons. As years go by, she has simplified her recipes to only the most essential ingredients, often with a turn towards the monochrome. Much adored by her family and friends are her chè – sweet seasonal puddings, which she loves to make in generous batches convenient to share and nourish. A morning when her balcony-grown jasmine plants came to blossom, she captures the aroma of its flowers in a clear syrup to pour over her silken white tofu pudding. A hot summer afternoon, she would make chilled black bean pudding, with cubes of black grass jelly gleaming through the dark liquid. A windy winter evening, visitors would be welcomed with a steaming bowl of thick, golden pumpkin and mung bean pudding.
By 11, Thao’s parent arrived by car for lunch, bringing over a box of roast duck they have picked up on their way, and a box of medicinal Lingzhi mushrooms for Grandma. Before they left, Madam Lien reminded them not to forget to take home some of the lotus tea they made earlier. For the next two days, they shared together fragrant teapots after each family meal. With the last lotus bud, however, Thao decided to embark on a new quest of culinary experimentation: to stow it away in the freezer, in her own little compartment with other baking goods. “Grandmother would be shocked to see this” – she thought to herself, “but nobody would know.”
Baking was Thao’s passion. She was fascinated by how tools like the whisk and oven could transform such ordinary ingredients into a multitude of shapes, flavors and textures. She would often spend her free time searching for and experimenting with new recipes, aspiring to work in a Parisian bakery one day. When visiting grandma, she often brought a portion from her most recent creation. She saved up her weekly allowances to invest in imported ingredients such whipping creams, butter and chocolate, only daring to use a little bit at a time. On one occasion, Thao’s heart sunk when she realizes that her carton of cream has turned sour after all her effort to use it as diligently as possible. Ever since then, she would try to freeze whatever possible to avoid having to face the same tragedy again.
On Christmas that year, Thao decided to make yet another benchmark of her baking achievements, and crafted a spectacular Buche de Noel. She baked a cocoa sponge and spread it with cherry jam (which she has bought from a store of imported goods), before rolling all into a long cylinder. She then spread on the chocolate frosting and ran a fork through it to resemble the texture of wood. She piped green buttercream for laurel leaves, and made meringues for mushrooms. Finally, a dusting of powdered sugar. “Let it snow”, she hummed to herself as she rhythmically tapped the tiny sugar sieve.
With a proud smile, Thao walked the glass platter of the cake to the family coffee table. Her family were all impressed at the sight as she was met with waves of compliments. But Thao was most anxious for her grandmother’s critique. “Such an exquisite jam.” – her grandmother remarked, after having dissected and tasted each individual component, “it truly speaks of itself”.
As March came and the harsh winter starts to fades away, so did the apricots came to season. Much to her regular fruit vendor’s surprise, Madam Lien has ordered 10 kilograms of apricots this Saturday. Like every week, Thao came over that morning again, and joined her grandmother to wash the apricots in batches. “Can you listen?”, Madam Lien asked, picking up a single specimen from the bamboo basket, “to each apricot telling a story of its own” – “from the tree it grew on, the sunlight, wind and water it witnessed, to the journey it went from that country orchard to our hands now – all captured in this little fragrant sphere”. Thao looked down, slowly turning an apricot in her hand, feeling its velvety fur and a tiny bruise, before bringing it close to her dilating nostril.
Into large glass jars that has only been retrieved earlier that morning after a long time in the dusty attic, they assemble together alternating layers of apricots and brown sugar and sealed the glass cap. “In a few months, it will become a beautiful syrup.” Madam Lien said, “but the flavor will continue to mature and intensify”. “And when will it tastes best?” – Thao questioned. “That, my darling, you have to ask the apricots.” As each of her children came to visit her during the week, Madam Lien gave them a jar to take back home. Every day, Thao would lift the lid of the jar to smell its growing aroma, and observe the apricot juice seeping ever so slowly into the sugar, rendering it deep amber.
A week later, Thao’s parents received a phone call from grandma Lien’s maid: she has had a stroke and fallen into a coma. The family rushed to hospital, desperately tried to talk to grandma Lien; but her eyes were shut, and she laid immobile on the hospital bed. Whether was she still aware of her surroundings or not remained a mystery that not even the most experienced doctors could give an answer to – nevertheless, they encouraged the family to constantly talk to Grandma, keeping her alert. While Madam Lien was hospitalized, family members would take turns to stay at her watch. Thao spoke little, and instead often sat silently for hours next to Grandma, holding her hand, feeling each faint pulse, waiting for a slightest hint of movement. She could feel how her grandma’s pulse became faster when visitors came to offer solace, or how grandma’s fingers would occasionally gently squeeze against Thao’s, as if acknowledging her presence.
Baking became a way Thao coped with her sadness, her own way to express her care to her family. Her cakes became simpler and unadorned, leaning towards warm shades and flavors. She made butter cakes, brownies and ginger cookies – things that can be packed them in brown paper bags or metal tins to bring to her grandmother’s hospital bedroom, as snacks for family members who took turns to watch over Grandma Lien. The early summer warmth of April have brought forth the short season of Easter lily, and as Thao brought a bouquet to her grandmother’s bed one morning, everyone could notice the radiating joy from the slightest of smiles on Madam Lien’s lips.
As a month goes by, Madam Lien gradually regained consciousness, she could open her eyes, and was able to swallow food again, and the doctors agreed that she was no longer required to stay in the hospital. However, she was still wheelchair-bound and could not speak nor move on her own. The family unanimously decided that she should stay with Thao’s family. A nurse would come to assist everyday, during hours which no family member could be there.
An afternoon while her parents were away, Thao dug through the icy depths of the freezer compartment to retrieve the lotus flower she had stowed away last summer. It has almost been a year, she realized, but the lotus was still yet to come. The outermost leaf was encrusted in white frost, and the saturated pink of the petals has faded away into an ethereal grey-purple. She peeled away layers after layers of crystallized petals with sedulous care, finally revealing the deeply enveloped tea leaves. Her heart began to beat faster with nervousness as she leaned down to smell those dark frozen leaves, trying to detect any faint hint of its former aroma. “Has this silly attempt been all futile?”-she kept asking herself.
After a minute or so of perturbation, she finally tipped the leaves into a clay teapot and added hot water from her grandma’s Soviet vacuum flask. She poured the infused tea into a small porcelain bowl that she held in the palm of her left hand, watching the steam rise and feeling the temperature until it became just warm enough. To Thao’s amazement, the smell of lotus was preserved, yet entangled with traces of other scents that even she could not decipher – was it the vanilla crème anglaise, or the medley of red berries – all that once shared the crowded freezer compartment with the lonely lotus flower?
As Thao carefully brought a spoonful of warm tea to her lips, Madam Lien closed her eyes. The tea’s warm, fragrant aroma rose and diffused through the air, slowly enveloping grandmother and child.
Segundo Premio Relato corto en inglés - Estudiantes
Death Valley
Autor: Alyssa Flora Najafi
Master in Visual and Digital Media
EE.UU.
Lena was snapping her gum at a voracious speed. Snap. Snap. Snap. I pinched her arm.
- Ow! What the hell was that for?
-You’re driving me nuts with all that snapping.
-Jesus, relax.
-That’s not my name.
We went back to working the dough. Rolling it out on the big metal slab, pinching the ends and twisting up into a neat braid. Back to the silent trance of menial tasks. Roll, pinch, twist. The brain no longer telling the hands what to do next. I returned to my thoughts of dinner. Then, again. Snap. Snap. Snap.
-Len, I’m going to lose it.
-Sorry, sorry, I don’t even know I’m doing it.
-Just spit it out.
-No, not yet. There is still a lot of flavor.
-If you can’t stop snapping it, spit it out.
-Not until I’m done!
-I can get you another fucking pack, if that’s the issue.
-Leave me alone.
Her voice whiny, little sister. I looked up from our work. Her light hair, dark roots showing, was coming out of the net and there was flour everywhere. She met my gaze, the whites of her eyes always strikingly so against the green iris. She raised a spindly arm to wipe her forehead and my irritation left me. We looked at each other, reading the others’ thoughts. I didn’t like what I was reading.
Since we were children I was fascinated by the thinness of her arms and hands, of the bright green of her eyes. I thought they looked like jewels and I was painfully jealous. We would link up arms in our rare moments of intense affection, two awkward girls with no meat on their bones and bruises dotting their shins. Her blond strands overtaken by my untamable dark curls as we laughed in the mirror, trying to see how she would look with my hair as a wig.
-Want to come over for dinner?
-What are you making?
-Pasta, tomato sauce. Nothing fancy.
-Sure.
We were both card-carrying members of the “Big Eaters Club” her dad had started for us to get us to eat. Once we started to grow, we were promoted to members of the board.
Back to the dough. Back to the snapping. Roll. Pinch. Twist. Snap.
I was going to kill her. But instead we finished the rest of the day, washed up, and walked out to our cars.
***
Late summer, the sun was starting to set a little earlier but still left the languid, drawn out shadows around 7:00. I adjusted the ostentatious Moroccan rug, my only item of value from a trip taken long ago, to make itstraight on the floor. Old, dusty apartment that never looked clean.
Lena knocked then kind of burst in just as I set water to boil. I jumped, splashing a bit of water on my t-shirt. She laughed.
-Did I scare you?
-Yup. What did you bring?
-Free beer.
She opened two bottles and handed me one.
She put her bottle down on the only table, with a faded cloth. She hated it. She hated things with flowers on them. She was still chewing that goddamn gum. I washed the tomatoes and began to dice them. They were too soft to do it properly. I pushed the mangled tomatoes and juice in the pan with olive oil and garlic. The scent of the garlic and oil hung in the heavy air, too hot. Lena opened the single window.
-What’s up, you don’t want to sit down?
-No.
-Do you have to work tomorrow?
-Yeah. You don’t?
-I have the day off. I’m going to spend it with Desi.
-Oh. How is she?
-She’s been getting teased at school. She’s really so small for her age. I guess we were too, but I don’tremember getting picked on.
-That sucks.
She attempted to keep her expression interested. She couldn’t give a shit, really. But she tried to. I appreciated that, she cared so much she pretended.
Her mind was always racing, racing, cracking jokes, singing songs, making up expressions; using her voice to stay in the light. I played the straight man, giving the approval she needed in my own unsimpering way. But this is how it always was. When we were teenagers I even tried to resent her for it, but I couldn’t. I didn’t want attention, I was ugly. And she loved me so there was peace in our little nation. Her looks didn’t change so her confidence was never rocked, mine caught up and suddenly I had Desi to deal with.
Having a kid was boring. It made me boring. She ended up being relieved I didn’t have her all the time. I could still be the me that was Lena’s, half the time. When I had Desi I became unfamiliar. I crossed to some other nation where she didn’t want to go.
This wasn’t like when we took turns with adolescent ‘firsts.’ A gently competitive sport in which we tried to be the one with a boyfriend, one with the ability to give sanctimonious advice on how to give head. Or when she smoked pot at Monica’s parents house the summer before freshman year, pretending to be shy so the boys would coach us on how to light the joint. I had braces.
She still hadn’t sat down. She took another beer from the case. Knocking it back.
-Why don’t you wait for dinner before the next one.
-Will it be ready soon?
-Yeah, 15 minutes.
-Ok.
She took another beer.
-Can we go somewhere?
-You want to go out?
-Yeah. Let’s go for a drive.
-What about dinner?
-I don’t know. Come with me.
-You can’t wait for this to be done?
She rolled her eyes and shook her keys at me. She knew I would go with her. I turned off the burners andslipped on my sandals.
She was already opening the door. I grabbed my purse, switched off the lights, and hurried after her.
***
It was late, past midnight. Things were tense. I yelled at her for throwing her beer bottle out the window. For not turning around a hundred miles ago. Panhandling $10 from a trucker when we stopped for gas. Tailing the old couple instead of passing them on the empty stretch of desert highway as we passed through Blackrock. Snapping that goddamn gum.
I was staring at the street lamps whizzing past, getting a headache as my eyes tried to focus on the orange smears cutting through the black, washing out the barren landscape beyond. Death Valley.
-When will you tell me where we’re going.
-You’ll see when we get there.
-Ok, fine, when will we get there?
-In a few minutes, or hours, days maybe.
-I’m not driving with you for a few days, Len. You know I’m seeing Desi tomorrow.
-You didn’t have to come with me.
-So we are just driving through the desert all night?
She didn’t answer. She turned up the country station I hated and I glared out the window.
-This shit is giving me a headache, Len.
-Suck it up.
-At least let’s take a break, I need to get out of the car.
A few minutes later she pulled into an In-n-Out. There was something about this place when it was closing that unnerved me.
There was something about Lena that unnerved me. A too familiar disquiet. She slammed the car door loudly and stomped in while I trailed behind her. Like knowing you are about to chase a storm as it is just starting to rain.
There were a few people eating. Three loud teenage boys with no one to care about their whereabouts. A man sitting by himself in dirty coveralls. I ordered some fries for us and a diet coke. I sat away from the boys, their donkey brays of laughter making my head throb. Lena looked over and caught the eye of one of them. Metallica t-shirt under a faded black hoodie with holes for his thumbs. Grey eyes rimmed with long black lashes. Layers of saying the right thing, acting the right way, cultivated coolness just over a vivid self awareness. Dark times. His voice dropped an octave and his face flushed. Despite how angry I was, we smiled at his embarrassment.
-Let’s mess with them a little.
-Come on, leave them alone.
-Maybe they have some pot?
I shook my head at her. Her smile got bigger. She knew I was too worn out, too far out to sea to say no anymore to anything. She made eye contact with the Metallica boy again.
-Where’s the party tonight, boys?
-Are you talking to us?
-Sure am.
-We aren’t going to a party.
-You smell like a party.
Back behind the restaurant next to the dumpsters we passed around a joint and a flask of warm vodka. The boys were nervous. Lena took too many pulls from the flask. I was nervous. I took a hit to calm myself. The boys’ eyes grew as I exhaled for a long few seconds without coughing.
-Damn lady, you look like Snoop Dog!
They all laughed their wavering-pitch donkey laugh. I even thought it was funny for a second. I hadn’t smoked for a while.
Oh, fuck. Rediscovered clarity. Desi. Stranded. Exploiting the precious resources of these teenagers on the edge of Death Valley. Am I acting casual enough? Lena looked at me and through me and I saw exactly what was happening. The small circle of inequality we stood in. Unmatched in desperation to be wanted. Her green eyes glittered under the sparse blue fluorescents. I was stoned and she was something I never understood.
-Let’s go for a drive. You guys want some gum?
She tossed me the keys as we headed towards the car. She lead Metallica by the gnawed off string of his hoodie and he followed her into the backseat. The others piled in, both indistinguishable in their awkwardness and fleetingly fetal faces. I felt bad for them.
Lena and Metallica were making out while the other boy tried to look elsewhere. I turned up the fucking country to drown out the sound effects of a hand job and over the bra groping. We were getting further into the desert. What the fuck is she doing? What the fuck am I doing? We locked eyes in the rearview mirror, Metallica boy suckling on her neck like a hungry piglet.
I pulled the car over. The boys looked simultaneously relieved and disappointed as they ungracefully tumbled out, Metallica hunched over, ashamed, in the classic counterpoise of boys his age.
She climbed over the front seat, smiling. Unfamiliar.
-What the fuck was that?
-I’m spreading joy throughout the land.
-What are we doing, Len?
-Keep driving, we’ll know when we get there.
I didn’t start driving. I just looked at her. The face I knew so well, the one I didn’t even see change from childhood. Her eyes were glinting even in the dark, jaw clenching. What else was there to do?
-I got you something.
She shook a little plastic baggie at me.
The thief and the addict in the desert at night.
I kept on, she put on the pop station. Electronic ballads. She took another gum and lit the joint, handing it tome. After the next exhale my head felt better. This music was better. Two friends, still just girls, looked at each other and smiled wide. Our secret handshake. Lifted tension.
-I’m glad you’re doing this with me. I really didn’t want to go alone.
-Are you going to tell me what we’re doing?
-You’ll know. Once we get there.
-Ok, Len. But I want to see Desi tomorrow.
-I understand.
I knew she didn’t. And she knew I was in the dark about everything.
***
-Do you like Hugo?
-If he makes you happy, I’m happy.
-You hate him.
-Well, yeah, but what am I going to say?
This made her crack up.
-I don’t like him either. I ended it.
-Is that what this is about?
-What?
-This stupid road trip through the fucking desert. Some post-breakup meltdown?
-This is more important. I pissed you off again.
-I’ve been pissed.
-Better to be pissed off than be pissed on.
-Not for everyone.
She liked that.
The sun was beginning to rise. Miraculous over the desolation and rocks. I was surprised to see a figure in the distance, his thumb stuck out toward the road.
-Let’s pick him up, he’s probably been out here all night.
I pull over for the grungy, bearded man, duct tape on his shoes. He looked sad, smelly. I sighed and rolled down the window.
-Need a ride, Sir?
-Heading south?
-Yeah.
-Hop in. We’re heading toward San Diego.
She winked at me. She turned to look at the man.
-What’s your name, Sir?
-Edgar.
-Edgar. Would you like some gum?
She passed a piece back to him. I turned up the music a little. We drove on.
-So, Edgar. What do you do?
-What do I do?
-What’s your profession, what do you spend your days doing?
-I’m between jobs at the moment.
-Why’s that?
-I’d rather not say.
She looked at him in the rearview mirror. Her eyes were narrowed, shining and impatient.
-What’s that you got, Edgar?
-I don’t have anything.
-I can see it. Throw it out.
-I really don’t have anything.
-Well, you don’t need it. It’s not necessary for a man who just wants a ride.
He remained silent. She opened the glove compartment. She took out a handgun.
-Want to see what I have?
She pointed the gun at his face. His eyes widened in fear. So did mine.
He tossed a roll of wire out the window. She turned back to me.
-Good thing I have this.
-Len, kick him out of the car.
-No, no. If he wants to go south, we’ll take him.
I didn’t know what she would do, what else I could do. I kept driving.
Was there a time before this?
Was that really us, asking each other’s parents for rides to the movies? Smuggling cigarettes in her treehouse while the neighborhood slept? Passing the exquisite cadaver back and forth in “art” class or making retching noises when we compared prom dresses? Where did she learn all these things without me? All those sudden absences when we were in university. Where she learned to drink like our fathers. Looking for certainty in peculiar bedrooms with dirty sheets. The place where she kept dying and coming back to us. When did this alien take over my friend?
-We’re close.
-Close to what?
-Don’t be angry with me.
-You’re scaring me.
-Everything is going to be fine. I’ll show you. Stop at this gas station.
Dust and dirt floating all around us as we pulled up. The earth was a huge lizard, unfolding its bumpy back, warming by the unobstructed sun. I got out, stretching my arms. Eyes closed. The last moment of peace in our nation.
I opened my eyes to this tableau – an empty gas station in Death Valley, a killer with fear wracking his body. My dear friend, holding a gun, directing him to get out of the car. Bossy.
We entered the tiny store, empty.
-Edgar, you stand in that corner and don’t fucking move.
I looked over at Edgar.
-Don’t worry about him. He’ll stay put.
Lena knocked on the backdoor. A woman answered. Heavyset, middle aged, black mascara all over her eyelids, crunchy, dyed hair. Wrinkles from self-examination in the isolation of tanning beds lined her face. Lena handed her an envelope.
-I brought another one. Two more actually so I guess I’ll owe you.
She told me to wait, handed me the gun to point at Edgar. Her and the fat woman went out to the car. I watched them from the window. She opened the trunk and they pulled something out, wrapped in white canvas cloth.
Edgar slumped to the floor, taking out the rack of chips in a comical slapstick crash. We both guessed at the same time. Goner. I put the gun back down. I couldn’t hold it. Lena and the woman went around the back of the gas station under the great effort of the something they were holding. I couldn’t see them anymore.
They came back inside, saw Edgar on the floor.
-Better take him too. Come outside, I’ll show you what I’ve been working on.
They grabbed Edgar and unceremoniously pushed him head first through the back door. I followed them out. I wish I hadn’t. I wish I never said yes to any of it.
Five dark patches of earth in front of me. A line of stones designated them. Next to this was an unfinished plot. The sun was hotter and brighter. They dropped Edgar on the white canvas. Somebody. I can’t breathe. I look between Lena and the fat woman.
-Hey, don’t look so worried. Mallory is going to take care of this for us, that’s why we gave her money.
Mallory went back inside and came back with a shovel. She continued on the sixth plot.
A steady rhythm.
-I knew how much you hated him, I thought you’d like this, like a kind of gift.
Hated. Who would I hate this much? I scanned from our list of ‘daddy issue’ ex’s. Was this…
And the rest?
Unworthy guys, too young to know better. Too inexperienced to understand. The guys we complained about together. The kinds of guys we got over with a bottle to finish and night out. The guys we regretted when the lights were too bright and any sound was too loud the next morning.
She smiled at my realization. Alien.
-And what about Edgar?
-I gave him some gum.
-You chew the gum too!
-I don’t like that flavor.
The gum. The gum I never was offered. The gum that drove me crazy.
The teenage boys. The world stopped spinning.
Her green irises, sparkling with alien energy that crackled. Her pupils like the slits of a cat’s in the day time. Her voice was still hers. This is her way. Keep a secret for years and then tell me once it’s over. I’m so tired, up all night, coming down, adrenaline keeping my eyes open and my limbs moving. The shovel piercing the earth and displacing it. Some far off sound added to Mallory’s downbeat. Sirens?
-You called the cops on me?
-No! But what about those boys?
-The boys from last night! You left them in the middle of nowhere, you…
Don’t say it.
They dragged the bodies into some storage space and locked it. Lena took the gun and Mallory disappeared. If I hadn’t seen her shoveling graves a minute ago I would have begged her to take me too. Lena told me to get behind the counter. I wanted to scream at her. That her exit plan was to get us fucking killed. That she brought me to some fucked up graveyard desert shoot-out and I had to die here. That we were going to get shot because she couldn’t keep her stupid fucking revenge fantasy a fantasy. She was going to take Desi away from me. Desperate for any of her actions to always be forgivable.
The sirens grew louder. A voice on an intercom. Cars screeching to a halt, doors slamming, authoritative boots punishing the gravel beneath them. I stared at the stubble on her legs. The blood pounded in my ears. A quick measure that made sitting still the most important task. There was movement on the other side of the counter, I couldn’t see. She shouted at them to stop. She shouted she would shoot. Broken glass, exploded candy bars, debris, falling like rain. I shut my eyes tight, willing myself anywhere else.
***
I couldn’t see how tightly her hands were cuffed to hold her slender wrists. Tears made tracks through the blood on her face. Only because we were saying good bye. My dear friend the alien, with brilliant eyes and incomprehensible mind.
A lawless bond. A bloodless bond. Chaotic and hormonal and a really, very honest bond.
Tercer Premio Relato corto en inglés - Estudiantes
The Other Side
Autor: Marieke Elisah Lensvelt
Master in Visual and Digital Media
Omán
The tiny graveyard of Huisduinen offered final resting to the modest 500 inhabitants of the tiny Dutch coast town. The graves flaunted the love of the mourning loved ones. Heart, square or oval shaped tombstones bared the proof of a long and careful selection process, now representing what once was someone’s grandfather, mother, child or friend. The numerosity of flowers and cards attested how someone still cared about the passed soul, regularly venturing back to the yard with a fresh bouquet and a weed shovel. In this sea of life surpassing love, under the sultry Dutch summer sun, one grave stood out. The modesty of the grave made it catch the eye of passerby. Right back, left of the tool shed, a single poppy had sprouted on the turmoiled soil.
For 25 years Jan had been tending the graveyard. He opened the squeaky door of the graveyard he knew so well, pushing forth his wheelbarrow with tools. At the beginning of the week he had received a notice. Lot 57, John Doe, had to be cleared and the remains would be picked up next Friday. Jan shoved his spade into the hard soil reminding him how he once had filled it. Over 20 years ago he washed ashore, just down the coast on a sand bank. First his boat. A small wooden sailing boat, a broken mast and a ripped sail. Three days later the body followed. With no name and identity he became known as the ‘unknown sailor’. Jan’s spade hit the coffin.
It happens quite often. About fifteen people a year, to give it a number. Sometimes full bodies, sometimes just parts. Stories of failure, disaster and desperation often followed the bodies, gradually retrieving their name and identity. Dead bodies travel far. They sink and rise again, riding the currents of the North Sea finally washing up on the sandy Dutch coast.
Jan was called out of bed by the Maritime police to recover the body of the unknown sailor. He rode the bloated, but recognisable corpse to the nearest autopsic centre. There they stripped the sailor from the items strapped to it's body.
Every item was considered carefully, looking for some potential evidence of identity. The body was dressed in a mustered collection of clothes that bore the signs of multiple repairs. His watch, a Swedish Seiko was secured around his wrist with a tweed tread, a trick used by traditional sea sailors. Initially, all indicated towards Sweden, but despite the effort Jan and his colleagues invested in oversea communication: his identity remained a mystery.
Eventually he was buried on lot 57. Jan had dug the grave himself. He had given the unknown sailor a provisional ceremony before he covered him up with soil. The coffin, now uncovered, lay ready for retrieval. Leaning on his spade, Jan stared at it for a while. He had always felt for him: the lost soul with no story. The coffin and what was left of it’s content would soon be picked up, transported and cremated. With the removal of this grave his earthly presence would soon be finalised, a presence which was never formally ended. The end of an untold story.
***
Karl Otterbjörk watched the waves break on the beach, pushing forth from the line that divided the sky and the water. The ropes of the anchored sailboats tingled in the wind. It must be the end of the month he thought, the full moon sprinkled a glitter over the water, making the usually dark night of the Swedish rocky coast lighter than normal. He had spent the day preparing his boat for a long journey. Tomorrow he would leave, he thought decisively while he laced his boots, strapping them tightly for the trek back home. Despite the darkness, Karl knew this path as the back of his hand. He had grown up walking back and forth to the beach. The forest bristled as the summer breeze blew, whistling in his ear. Once arriving at his house he opened the back door entering the kitchen.
He stood still in the opening and looked at the perfectly made bedstead where she had laid not even a week ago. The bed where they had laid together for so long, listening to creaking of the wooden house.
Karl had grown up in that little wooden two story house. His whole life he had slept in that curtained bedstead in the kitchen. He came from a large Swedish farmers family. His father, a local fisherman was mostly at sea, while his mother housed an ever growing male offspring. The few days a month that his father was home, he would give his wife a break by hard-handedly exercising his paternal authority. Despite Karl’s big boned posture, his timid and shy demeanour led to him often being overseen. Something which he had never seen as an issue: he praised his ability to be invisible in the overcrowded house, raising himself in a comfortable solitude. He would often escape the rumour to go sailing in his boat. Floating on the motion of the ocean, the complete silence giving him the peace of mind he could not find at home.
His mother was pregnant more often than not and Karl would regularly observe her in bloated state, confused on how a human was supposed to function with such an obstacle. He remembered when his mother gave birth to her, his last sibling. She had uncomfortably waddled around with her inflated stomach for weeks. The day of the birth he was wandering on the beach when he heard his mothers screams from out of the house. It was her first daughter and last child. The complicated birth had led to multiple birth defects, and finally closed his mother’s ever producing uterus.
Over the years he watched his sister grow. Even though her cripple body had not given her the standard human abilities of talking and walking, she had gentle facial features which seemed to light up time to time. She would lay in his bedstead in the kitchen, heavily breathing through her deformed lungs. His mother tended faithfully to her only daughter. Karl enjoyed sitting at the kitchen table, watching his mom arduously bathing his sister with a washcloth. A doctor would visit every other month, assessing the girls situation. After every visit he would console Karl’s mother with a face of understanding and pity: “at least she is not in pain”.
At night Karl climbed into the bedstead and lay beside her. Her heavy breathing beautifully blended with the creaking house. He would turn on his side, and look into her eyes. She acknowledged his presence with what he thought to be a smile. He enjoyed her company more than any one else in the household. Her inability to talk finally giving Karl a chance to speak. He would tell her stories of the things he had seen that day, how far he had sailed and how long he had stared at the sun from out of the bottom of his little wooden ship. To finally fall asleep together, listing to the creaks of the silent house.
When his mother passed away a few years ago, the male dominated house had deflated quickly. His brothers fled for larger Scandinavian cities. His father had packed his bags one day and declared he was moving in with his new wife, assigning Karl the title ‘man of the house’. He had never visited. A permanent silence had taken over in the small wooden house. Karl would feed and bathe his sister every morning, just like he had seen his mother do. Before leaving for work he would place her in what seemed a comfortable position, hoping she would still be there when he came back that night. She always was. Often, on the weekends, he dress her limp body in blankets and hoist her on his back, carrying the cripple body to the beach. Carefully lying her down in the sand while he tended to his sailing boat.
Karl undressed. He placed his clothes on the chair next to the bed. He looked at his watch, a Seiko. A gift his mother had given him. He had assured it with a tweed tread. He climbed into the cold kitchen bedstead. A bed that had not long ago been warm with her presence. He had considered leaving ever since that afternoon. He had found her silent in the bedstead after work, her heavy breathing had finally stopped. He lay in bed and stared at the same wooden ceiling he had stared at his whole life. The creaking did not sound as comforting as it had once before, blended with her breathing. De turned on his side, as he had always done. Tomorrow he would set off on his boat, into the unknown.
This story was based on a true story. In the summer of 1995, an unknown sailor washed ashore near Huisduinen in The Netherlands. Despite multiple efforts to identify the man, he never reacquired his name or story. He still lays buried on the small graveyard in Huisduinen.
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